Rostros se sobreponen a las ideas

Una imagen vale más que mil palabras es una frase convertida en conocimiento popular y cuyo origen parece poco claro, aunque hay quienes se la atribuyen al periodista y escritor alemán Kurt Tucholsky, mientras que otros señalan al escritor ruso, Ivan Turgeniev, el haber afirmado que una imagen muestra lo que requieren diez páginas de un libro. Sin embargo, cualquiera que sea su origen resulta incuestionable que si la vista es uno de los sentidos primordiales para los seres humanos, también lo es que desde la invención de la fotografía, el cine y todo aquello relacionado con la tecnología de internet, la imagen entorna nuestra vida más allá de la simple percepción personal surgida de la cotidianidad.

Nada parece ser ajeno a la imagen, y en un mundo donde el mercado se ha considerado el definidor de estos tiempos a través del consumo, incluso como posible democratizador del ejercicio de la ciudadanía por muchas discusiones que esta afirmación provoque, ciertos referentes actuales, como la publicidad, se han instalado en nuestro día a día para reafirmar el carácter de consumidores de imágenes. Así, el fetichismo de la mercancía, del que nos habló Carlos Marx, se ha instalado hoy como referente cotidiano y ha trascendido su ámbito inicial de impacto para llegar a otros como el de la política.

Resulta impensable para alguien nacido en los cuatro últimos lustros entender una campaña política sin la profusión de imágenes, transmitidas por distintos canales. Una situación que convierte a la imagen, sin muchas veces ser conscientes de ello, en el contenido mismo de esas campañas. En Estados Unidos lo saben desde hace tiempo, y son los líderes en el manejo de esta herramienta fundamental para transmitir los mensajes deseados.

Obra de Manuel Velázquez.

Los asesores dedicados a las tareas publicitarias, secundados con profusión de imágenes, han proliferado tanto que en lugares impensables del planeta, e incluso en pequeñas campañas políticas, esos especialistas son tan solicitados que sus emolumentos han crecido de manera tan exponencial como su valor se ha considerado imprescindible para obtener el éxito electoral. Una equiparación entre la mercancía y la política, a través del manejo de la mencionada imagen publicitaria, que recuerda la insistencia en el simulacro por parte de Jean Braudrillard. Dicho autor asegura que en las sociedades actuales el modelo, la representación, se sobrepone a la propia sociedad, es decir, la considerada realidad no sería más que una simulación constante auspiciada por un mundo virtual secundado por las imágenes.

Próximas elecciones se avecinan en el horizonte político mexicano, y los rostros de los candidatos, en cualquiera de los puestos en disputa, bombardearán desde muy distintos medios a los futuros votantes. Ahí tales rostros, como primer encuentro con el elector, se harán familiares y se pondrán al servicio de un objetivo que no es otro que el entrar por la vista. Ese juego visual parece, por no decirlo con rotundidad, sustituir las ideas, las propuestas políticas que darían contenido a cualquier proyecto político que se precie.

El discurso se diluye en aras a un mensaje donde la fuerza es otorgada a la imagen. Una potencia tal que incluso los electores hablan de los rostros de los candidatos como guapos, amables, sinceros o creíbles, frente a aquellos transmisores de fealdad, antipatía o falsedad. Una especie de recuerdo, ahora con mirada estética, de aquella escuela encabezada por Cesare Lombroso, y revestida de cientificismo poco científico, que situaba los rasgos físicos, y en concreto su fisonomía, de los seres humanos como transmisores de información para conocer su condición de delincuentes. Los errores de este método no cabe ni siquiera mencionarlos, puesto que en el mundo muchos políticos no saldrían bien parados, pero no cabe duda que esas imágenes de los candidatos a cargos de representación pública cada vez sobrepasan a los programas políticos prometidos, no necesariamente llevados a cabo con posterioridad.

Los tiempos cambian, no cabe la menor duda, y el simple deseo de que sean de otra manera y no se olviden aspectos de fondo para ser sustituidos por las formas de presentación no conducirá a un cambio sustancial. Sin embargo, esta simple mención tiene como finalidad recordar que el discurso vacío es tan deplorable como la simple imagen. El primero no tiene sentido sin unos objetivos logrables, mientras la segunda porta en sí misma la posibilidad del espejismo. En épocas de tantas apariencias y simulacros algo de realidad, de búsqueda de verdad, no vendría mal.

 

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