Morir por el deporte

Morir en una cancha de fútbol, de básquet o en una pista de atletismo se está haciendo frecuente en los últimos años, y es una noticia impactante transmitida por los medios de comunicación nacionales e internacionales. Incluso cuando, como ha ocurrido en los dos últimos casos conocidos por la prensa, esos fallecimientos se produjeron en la cama de sendos futbolistas profesionales. Uno italiano y llamado Davide Astori, el capitán de la Fiorentina; otro jugador francés de segunda división de su país, Thomas Rodríguez. Sucesos que se unen a otros muy recordados en estadios de la península ibérica y que están presentes con estatuas o manifestaciones en forma de aplausos –en el minuto coincidente con su dorsal- en los estadios donde jugaron, me refiero a Antonio Puerta del Sevilla y Dani Jarque del Espanyol de Barcelona.

En fin, esos hechos luctuosos extremos llaman la atención pública mucho más que otro tipo de lesiones recuperables, o irreversibles, que deportistas profesionales o aficionados sufren por exponer su cuerpo a una serie de esfuerzos para los que nuestra anatomía, seguramente, no está diseñada. Bien lo decía Gabriel Angelotti, un antropólogo especialista en el fútbol mexicano, en una ponencia hace pocos años cuando hablaba de los daños causados por el deporte, como contraparte a las loas constantes que genera su praxis. Una contradicción si se escuchan los discursos cotidianos sobre los beneficios de la práctica deportiva, incluso reflejada en leyes nacionales como la Ley General de Cultura Física y Deporte vigente, donde se habla, en su artículo 2, de que el deporte es un acicate para “la preservación de la salud y prevención de enfermedades”.

Fiesta, futbol y rock.
Barra de los Jaguares de Chiapas. Foto: Ariel Silva

Ese tipo de discurso retrotrae a los inicios de la actividad física regulada, periodo donde el deporte se convirtió en una práctica para mejorar la condición física de los ciudadanos europeos, primero, para después extenderse por todo el mundo. Resabios que hasta hoy en día se repiten, aunque no siempre con los conocimientos necesarios, como vienen a recordar las muertes conocidas como “súbitas” de deportistas profesionales. Los especialistas hablan de bajos porcentajes de estas muertes frente al número de practicantes, y no se duda de ello, pero que la cardiomiopatía hipertrófica sea la principal causa de estas muertes significa que algo de la ciencia actual, y de la medicina deportiva en concreto, está fallando. No se trata de culpar a médicos y personas encargadas de dar seguimiento a dichos atletas, pero tal vez la propia medicina y sus conocimientos están imposibilitados a luchar contra la exigencia máxima que el deporte de élite tiene en la actualidad.

Practicar alguna actividad física o deportiva, por supuesto, no tiene por qué ser un problema, y nadie pondrá en duda sus beneficios para la prevención de ciertas enfermedades comunes en el mundo actual; sin embargo, lo anterior no contradice que el cuerpo humano llevado a los extremos de la productividad y la competencia, como es aplicado entre los deportistas profesionales, conduce a tesituras que no necesariamente son controladas por los conocimientos accesibles en la actualidad.

Quien crea que el deporte en el mundo contemporáneo es, con una cortedad de miras notoria, un ejemplo más del opio del pueblo y la expresión más ínfima, culturalmente, del consumo de masas, está ciego ante el gran espejo de la sociedad que es el espectáculo deportivo contemporáneo. Nada de lo que ocurre en las canchas, y fuera de ellas, refleja mejor el mundo en el que vivimos. Las muertes de esos deportistas expresan, más allá de nuestras carencias científicas, el límite al que se lleva al cuerpo humano con la finalidad de lograr metas, de competir y, en definitiva, de triunfar.

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