Entre el coliseo romano y el circo

Debo confesar que soy un tanto escéptico de los debates porque no le veo mayor utilidad que el de la presencia escénica de quienes deciden embarcarse en una disputa por cargos y espacios para la representación política de la ciudadanía. Acaso serían importantes en tanto que pueden mostrarnos las capacidades de respuestas rápidas de los candidatos en un escenario hipotéticamente adverso. En la cultura mediática que actualmente vivimos, es imposible que en la instantaneidad de los medios electrónicos tradicionales, ese verdugo que no alcanzamos a percibir, puedan fomentarse actitudes más informadas en los votantes potenciales. Los debates son una puesta en escena que, en efecto, requieren un cierto manejo para salir medianamente airoso, pero no es lo mismo al ejercicio cotidiano de gobernar una ciudad, un estado o un país.

Por lo tanto, los debates no son para discutir propuestas sino, en todo caso, una esgrima verbal para medir la capacidad de reacción ante ciertas situaciones comprometedoras. Pero eso tampoco se asemeja a la labor de gobernar; ayuda a demostrar el talante que alguien pueda tener, pero nada nos asegura que esto pueda sostenerse al momento de tomar decisiones al amparo del poder. Más aún, no hay manera de saber si quienes luchan por representar a la ciudadanía en algún cargo público, podrán tener la sensibilidad para actuar responsablemente teniendo en mente que sus decisiones afectan a las personas; salvo que la experiencia comprobada pueda arrojarnos indicios de cómo podrían comportarse nuestros potenciales gobernantes.

Nuestra democracia no limita, ni es correcto que lo haga, la proliferación de mensajes de un político a través de sus encuentros con “el pueblo” en actos multitudinarios o bien, la difusión de sus propuestas por la vía de los medios de comunicación. No se diga a través de las redes sociales que se han convertido en genuinos espacios tanto para la diatriba, como para el debate de ideas y el posicionamiento de quienes resultan partidarios de una causa. Aunque hoy las redes sociales son un espacio de minorías, particularmente en México, no es menos cierto que el activismo que ahí se despliega contribuye a la ampliación de los espacios de debate en la más absoluta libertad. Por ello mismo, algunas voces a menudo desde el poder se empeñan en señalar el imperativo o la necesidad de regular estos espacios.

De los tres debates efectuados, ninguno ha proporcionado mayores elementos para formarnos un juicio con el que podamos orientar de la mejor manera posible nuestras decisiones al momento de votar. Las encuestas posdebate así lo confirman, puesto que las intenciones de voto no parecen haberse movido significativamente entre los candidatos. Declarar un ganador después de un debate sirve nada más como propaganda, cuando lo que necesitamos es información fidedigna y suficiente que nos permitan sacar las mejores conclusiones sobre el perfil, programas y propuestas de los candidatos que buscan representarnos.

Sin embargo, hay que reconocer al INE haber tenido la audacia para proponer distintos escenarios, formatos y conductores. Me parece loable que se hayan incorporado algunas preguntas de los ciudadanos e incluso hayan participado y estado presentes en alguno de ellos. Pero ni la participación directa de los ciudadanos, ni la traducción que los conductores a menudo hicieron de los cuestionamientos son la mejor forma de increpar y obtener las mejores respuestas de los candidatos quienes, con frecuencia, tuvieron mil maneras de evadir las preguntas.,

En la era de las culturas mediáticas, todo parece reducirse al performance que puedan realizar los candidatos, pero lo más grave de esto es que la frontera entre la ficción y la realidad se desdibujan. Con otras palabras, los candidatos pueden tener un mejor o peor desempeño para dirigir un mensaje a un público potencial de millones de personas a quienes se intenta convencer. El problema de esto es que termine por ser más importante una mentira por los efectos que esto pueda tener en alguno de los contrincantes y no la veracidad o viabilidad de lo que se dice. Los debates estuvieron plagados de inexactitudes (Verificado, por ejemplo, ha realizado un seguimiento muy interesante de la información incorrecta esgrimida por los candidatos) y abiertas falsedades de los candidatos con el propósito de descalificarse e incidir en el ánimo de los ciudadanos. Cuando los ciudadanos son asimilados como incapaces de discernir cualquier tipo de opinión de los candidatos, se sobreentiende que se tragarán cualquier argumento por inverosímil que este sea. Esto fue lo que ocurrió con las campañas negras hechas en el proceso electoral de 2006, pero los resultados no pueden ser explicados solamente por eso, sino también por las alianzas en la cúpula del poder, la operación política de los gobernadores y las organizaciones corporativas del viejo régimen que todavía funcionaron para definir la elección.

Cuando en la política y las elecciones en particular, se acercan cada vez más o se distinguen mucho menos a la venta de un producto, los candidatos terminan haciendo infomerciales. Quien más domina esto es Ricardo Anaya. Por eso su campaña y su desempeño en los debates se asemejan más a la venta de una hamburguesa, una pasta de dientes o cualquier tipo de producto para la limpieza.

Tampoco ayudan mucho los debates para conocer de manera más informada lo que piensan los candidatos y las propuestas que enarbolan bajo el yugo de los tres minutos. Empaquetar un discurso en ese tiempo termina por banalizar las ideas. Entre responder preguntas, desafiar a los contrincantes y difundir iniciativas, los candidatos terminan por exponer lo que quieren o lo que pueden.

Por otra parte, hay que reconocer que la tradición de los debates nos viene de las democracias más consolidadas, pero con una diversidad de candidatos en la disputa por los cargos o la representación política, eso trae ciertas dificultades para sacar el mejor provecho del ejercicio. Al inicio de esta campaña, cinco eran los candidatos que se disputaban un sólo cargo y, al final, únicamente serán cuatro los que están llegando al último tramo de la contienda. En el primer debate todavía participó Margarita Zavala, pero no el resto de ellos. Entonces, creo que el número de candidatos sí ofrece dificultades de organización y, en general, sobre el diseño más adecuado para celebrar este tipo de intercambios. En una democracia tan plural como la nuestra, quizá sea más recomendable una mayor apertura de los medios que permita, por una parte, incluir a todos los candidatos en diversos foros por igual y, por la otra, extraer a los candidatos de sus zonas de confort con periodistas que los cuestionen. Me parece que hasta ahora simplemente lo que tenemos es una simulación de debate en la que los candidatos terminan ignorando el contraste de ideas, mientras se ensayan esgrimas verbales para la descalificación de los oponentes.

En general, ninguno de los candidatos varió demasiado en cuanto a su desempeño en los diferentes debates. Jaime Rodríguez, por ejemplo, entre sus propuestas descabelladas y sus reiteradas confusiones respecto de los escenarios, asimiló estos espacios con una cantina. Ricardo Anaya, entre su sonrisa cínica, su arrogancia y sus inagotables recursos para la falsedad, termina siendo un candidato que nos ametralla con frases como si estuviese vendiendo cremas de afeitar. Por su parte, José Antonio Meade, jamás pudo atenuar sus dotes de burócrata calificado, cuando se trataba de comunicar ideas a un público masivo; peor todavía cuando carga con todos los excesos de un sexenio por él compartidos. Finalmente, Andrés Manuel López Obrador, es el que menos recursos presenta para este tipo de ejercicios. Es obvio que prefiere las plazas públicas a un espacio en el que sus interlocutores lo increpen o lo pongan contra las cuerdas. Por eso es que su discurso termina siendo un catálogo de reiteraciones y obviedades.

Hay que reconocer, sin embargo, que este tipo de ejercicios han venido cambiando con el tiempo y, en sentido estricto, los que ahora hemos visto resultaron más dinámicos de los que con anterioridad hemos sido testigos.

 

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