El rock de fin de siglo, libro de Juan Pablo Zebadúa Carbonell

El rock de fin de siglo, libro editado por  Agys Alevín, es el recorrido arqueológico de Juan Pablo Zebadúa Carbonell por sus gustos —y disgustos— de este género musical que lo atrapó desde niño, cuando sus hermanos Luis Ignacio y Miguel Ángel escuchaban bandas inglesas y gringas en su natal Tuxtla Gutiérrez (1967).

Aparte de ser fan, documentalista acucioso e investigador del rock, Juan Pablo es músico; en sus años de estudiante de antropología en Jalapa, fue conocido por haber fundado con Homero Ávila Landa, Andrés Brizuela y Ariel García Martínez, el grupo El Poema Psicótico, que después fue bautizado como Los Hijos de la Lagartija, y al final, simplemente como Los Lagartijos.

Juan Pablo está en contra del rock comercial, aquel pensado solo para ser vendido, porque defiende que el sentido del rock es la rebeldía, lo contestatario, la renovación de propuestas ante el Estado, la familia y la iglesia. El rock abrió otros abanicos y sensibilidades. Empujó a la tolerancia, a la visibilidad de los outsiders, a otras formas de vida y de pensares. 

Critica la descalificación fácil y el adjetivo visceral para los seguidores del rock como pústulas de la sociedad, personas peligrosas, consumidoras de drogas, destructoras y rebeldes sin causa. Es cierto que ser “rockero era estar en pugna con todo, hasta con uno mismo. Era simular ser Dios y al mismo tiempo paria”. 

Registra el tránsito del rock, de ser patrimonio de los marginales comprometidos, a la apropiación de los clasemedieros y ricos, en una absorción en donde se descafeinaron las letras y se perdió lo corrosivo que identificó al movimiento.

El Rock en tu Idioma, ese eslogan creado por Televisa, llevó los acordes, cada vez más pops y más suaves, a otros públicos, que nada tenían de rebeldes ante el sistema. Eran hijos de papi y de mami, sin mayores tragedias que elegir entre Nike o Adidas, hamburguesa o hot dog. 

Hay evolución en los planteamientos de Juan Pablo, porque en esa evolución del rock en la conquista de otros públicos también se ganaron seguidores, gente contestataria hecha en la burguesía. Por supuesto, que el rock se aplacó, porque tenía que seducir otras audiencias, pero no todos comulgaron con el rock más comercial, más acá, más televiso, más valemadrista. 

Este libro es un diario de pasiones. Juan Pablo escribe con entusiasmo de varios grupos mexicanos, de Santa Sabina, El Juguete Rabioso, Splash, Los Espectros y El Personal. De El Tri —el otrora Three Soul in my Mind— le reconoce su aportación en la primera etapa, la del Álex Lora cabal, combativo y solidario, “la del rock más naco del mundo”, pero no la de Álex Lora ajeno a las causas sociales, hijo de las televisoras, del PRI y del merchandising; refiere también a Caifanes, que conquistó espacios, pero banalizó los contenidos, y los Café Tacuba, que se vestían de indito para decir que rock y mexicanidad podían hibridarse.

“De pronto, dice,  el rock en México adquirió fuerza nunca antes vista. De España, Los HombreS G, Duncan Dhu y La Unión; de Argentina, Enanitos Verdes, Soda Estéreo y Miguel Mateos, hicieron que millares de chavitas nacionales se soltaran el pelo y dejaran de usar fondo bajo el vestido. Al mismo tiempo, todos eran ya los ‘grandes conocedores del rock’ y nos criticaban diciéndonos que éramos unos ignorantes. Obviamente los mandamos mucho a la chingada”. 

Los otros grupos, venidos de fuera, están en su agenda. Aparecen Led Zeppelin, The Police, AC/DC, Ted Nugent, Grand Funk, Vangelis, Tengerine Dream, Pink Floyd, Nirvana, Black Sabath y muchos o más.

Juan Pablo ha apreciado todo, y nada le es ajeno del rock: new wave, punk, heavy metal, pop, grunge, progresivo, industrial, post punk… Ahora disfruta de otras propuestas musicales. Ya no es el estudiante de antropología de la veracruzana casado solo con una corriente, pero en sus gustos impera el rock. 

Como crítico cultural, le importan los consumos, las propuestas y las estrategias de lo contracultural, que al final cede a las pasiones del capitalismo devorador, hasta convertir al rock en un producto de élite, solo para privilegiados. “Los que sostuvieron el rock mexicano, le dice José Agustín en una entrevista, y los que han sostenido fundamentalmente este movimiento rocanrolero han sido los chavos más marginados, más pobres, más vilipendiados. Los más madreados”:

Juan Pablo asiste a conciertos, descubre nuevos grupos, compone, toca la batería (por eso es un lagartijo), rastrea en la memoria histórica para encontrar Avándaro, y se desplaza a Abbey Road para mirar el cruce de cebras de la célebre foto de los Beatles, y se va a la Ciudad de México, para disfrutar de un concierto de Los Ramones, y sin saberlo queda en medio de un enfrentamiento, en donde recibe una pedrada:

“En ese instante, justo cuando un fierro lanzado desde quién sabe dónde cayó cerca de mi hermano, me levantaron entre los dos, a horcajadas, como herido en Vietnam dirigiéndonos al helicóptero, me llevaron a la puerta del concierto a tratar de entrar lo más rápido posible. Yo, aullando de dolor, pensaba que mi rodilla estaba hecha pedazos: ‘pendejo, ya quedé inválido’, decía para mis adentros, mientras mis hermanos me atropellaban con mil preguntas sobre mi estado de salud”.

Este libro, gozoso y entretenido como su autor, es una exploración arqueológica y una confesión de los gustos musicales del gran Juan Pablo Zebadúa Carbonell, mi amigo desde la preparatoria, mi amigo de siempre. 

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