Pablo Salazar, en el territorio del no poder (última).

Pablo Salazar Mendiguchía no es de los que ríen. Pablo es de los que se carcajean. Se carcajea de lo que dice, de lo que recuerda, como si otro lo hubiera dicho y le pareciera una genialidad. Zumbón, se carcajea de todo.

Su universo es, por supuesto, él mismo. Así somos la mayoría, pero Pablo lo muestra, lo demuestra. No es gratuito, por eso, que le digan el “Soloyó”; rechaza el sobrenombre, obviamente. Dice que ha sido el único gobernador que no permitió que su foto estuviera en las oficinas. “Mi gobierno intentó proscribir el culto a la personalidad. También, impedí que, durante mi gestión, se bautizara o rebautizara la obra pública con mi nombre. A pesar de eso, el Pepe Figueroa, mi amigo, me nombró el ‘Ego de Soyaló’”.

Al final de su gobierno, recuerda, le tocó inaugurar la ampliación del bulevar de San Cristóbal, desde la carretera vieja hasta la salida a Comitán:

“Sergio Lobato, entonces alcalde de la ciudad, me dijo con su inconfundible tono de solemnidad: ‘Señor gobernador, el pueblo de San Cristóbal, está muy agradecido y reconocido por su obra.  Sabiendo de su prohibición, me han pedido, que, como una excepción, acepte que este bulevar lleve el nombre de Pablo Salazar Mendiguchía’.

“Los últimos presidentes municipales con quienes conviví, no concluían su administración al mismo tiempo que yo. Continuaban un año más. Así que le respondí a Sergio: ‘Con mucho gusto acepto, siempre y cuando lo hagas el próximo año: cuando yo ya no sea gobernador’.

“A Lobato se le borró la sonrisa. Ese bulevar se llamaba y se sigue llamando, como casi todo Chiapas, Juan Sabines Gutiérrez.

“No pasó mucho para que el tiempo me diera la razón. Seis meses después, en un vuelo de Interjet, me tocó compartir la misma fila con Sergio Lobato. Hizo como que no me conocía. Ni el saludo.

“Pero yo me había preparado para el no poder”.

Para no recibir el autobombo, dice, cuando fue gobernador no festejó sus cumpleaños en Chiapas. A su regreso a Tuxtla, encontraba en la mesa del gran comedor de la casa de gobierno una variedad de regalos que denotaban desconocimiento a sus gustos y regustos: “Mucho alcohol, por ejemplo, cuando es sabido que jamás lo he bebido. El gran beneficiario de los tragos fue, invariablemente, César Chávez”.

Sus amigos, o quienes mejor lo conocían, le regalaban alguna camisa, un frasco de perfume Davidoff —que ha usado por más de 40 años, recalca—, y libros y discos y tarjetas y chucherías. Se quedaba con lo que le gustaba. Lo demás lo regalaba. 

Recibía, como es usual en estas tierras, diplomas, pergaminos y reconocimientos con los más variados méritos de parte de alcaldes carantoñeros, directores de institutos y de centros escolares. “Salvo honrosas excepciones, jamás confié en la sinceridad de esto. Por eso no conservo casi ninguno. Años después, fui invitado por mi sucesor a la sala de juntas de la Casa de Gobierno. Me llamó la atención que no había un espacio libre en la pared. Estaba tapizada de reconocimientos de los alcaldes, finamente enmarcados. No pude evitar carcajearme, por dentro”. Y se carcajea ahora. 

Pablo Salazar es un conversador hábil y entretenido. Salta de un tema a otro, pero hoy acordamos hablar de sus días de preparación al territorio del no poder, y a esto nos hemos ceñido. 

Una noche, cuando le faltaba poco para concluir su gestión, trazó tres columnas con los nombres de sus diferentes colaboradores. La primera se titulaba “Los que me van a traicionar”; la segunda, “Los que tal vez sí o tal vez no me van a traicionar”, y la tercera, “Los que nunca me van a traicionar”.

“En la primera, estaban muchos a quienes conocí en el ejercicio del poder. Se caracterizaban por el típico “Sí, señor”.  Esta lista la encabezaba, con sobrados méritos propios, el huixtleco Horacio Shroeder. Siempre hay que desconfiar de los zalameros. Creo que, en general, no son confiables. No me equivoqué.

“En la segunda, estaban todos aquellos a los que nunca pude mirarles bien el corazón; tenían buenas actitudes; fueron eficientes, pero había algo que me dejaba un margen para la duda, seguramente porque no tuve suficiente tiempo para conocerlos mejor. 

“La tercera columna la integraban colaboradores con quienes había mantenido una estrecha relación a prueba de todo. Se trataba no solamente de colaboradores extraordinarios, sino de vinculaciones sólidas e indestructibles que venían de tiempo atrás o que se fueron forjando en el compañerismo del poder. Encabezaban esta lista mis entrañables amigos Alfredo Palacios y Evelio Rojas, a la par de otros, a los que no voy a mencionar para no correr el riesgo de ser omiso y que me falle la memoria”. 

El entonces gobernador barajaba hipótesis para cada integrante de las columnas. A los de la primera era un hecho que lo traicionarían. Con los de la segunda, estaba listo para todo: “Esta línea me ha dado gratas sorpresas, porque varios a los que ubiqué ahí, han pasado a la tercera columna. Son, ahora, grandes y muy buenos amigos.

“Respecto de la última, pensé: ‘si me falla alguno de esta fila, sí me va a doler profundamente, porque no estoy preparado para una traición de ninguno de ellos’. Por fortuna, aquí tampoco me equivoqué”.

Aunque es difícil prepararse para dejar el poder, Pablo Salazar dice  que lo ha logrado con bastante éxito; sabía de esa temporalidad y, por lo mismo acostumbraba entrar caminando a Palacio de Gobierno, “no sin antes bolearme los zapatos en el parque (posiblemente fui el último gobernador en hacerlo); ir, con frecuencia, al cine sin que ayudantes hicieran fila por mí para comprar boletos; comer habitualmente en restaurantes; disfrutar sin falsas o coyunturales aficiones mi deporte preferido; visitar a mi madre casi todos los domingos, y mantener mis devociones religiosas”. 

El tiempo se nos agota. Hay muchos temas que me habría gustado abordar, incluso aclarar y confrontar. Es, desde luego, un hombre de dualidades; de grandes aciertos y de grandes errores. Le estoy agradecido porque cuando era gobernador le llamé para saludarlo. Me citó a las diez de la noche, pero me recibió casi a la una de la mañana.

—¿Hasta esta hora trabajan? —le dije, a manera de saludo.

Me contestó que tendría yo que acostumbrarme, porque pasaría a formar parte de su equipo de asesores.

Le di las gracias, pero no acepté. Un amigo mío que era titular de una secretaría me dijo que a un gobernador no se le podía decir que no. “Bueno —le respondí—, a un gobernador no; a Pablo, sí”. No volvimos a juntarnos más. No lo busqué, ni él tampoco me llamó.

Hace unos meses, en que escribí sobre José Antonio Aguilar Bodegas, un político del que tengo buen concepto, pese a que hemos cruzado palabras dos veces en la vida, Pablo tuiteó que Chiapas Paralelo hacía periodismo “bodeguero”. No me enfrasqué en la discusión, porque me pareció irrelevante, y porque estoy acostumbrado a que los opinadores nos descalifiquen a bote pronto, cuando no comulgan con nuestras apreciaciones. Alguno me dirá Pablista.

He criticado varias de sus acciones que ejecutó como gobernante, en especial el ataque en contra de Cuarto Poder y El Orbe. Hay, desde luego, en una personalidad como la de Pablo Salazar parte de una irascibilidad y un deseo de recibir la razón, más que Davidofs, pergaminos y diplomas, porque siente que en todo lo guía la congruencia y las buenas intenciones.

Sé que faltan más desayunos para aclarar varios puntos que no compartimos, pero no por eso dejo de reconocer que como gobernador fue una revelación: trajo orden, transparencia y honestidad. Su administración es un tema pendiente sobre el cual se debe escribir y analizar sin pruritos en el corazón. El hecho es tan reciente que nos guiamos más por la sensibilidad ultrajada que por la deseada objetividad.

Al final, mientras yo navego en los temas pendientes, me cuenta una anécdota:

“Ya siendo gobernador electo, Juan Sabines me pidió que lo recibiera en Casa de Gobierno. Adulador como era, me dijo, muy serio: ‘Quiero que, en los próximos seis años, usted esté muy cerca de mí. Quiero que nos vean juntos. Que se sienta que no hay ruptura, como se acostumbra. En pocas palabras, quiero que usted sea mi asesor’.

“Le respondí: ‘Juan, no sabes lo que me estás pidiendo. Quizá las primeras veces que nos miren juntos, tu equipo celebrará la civilidad política. Cuando no haya pasado mucho tiempo, van a comenzar las intrigas palaciegas de tus cercanos, hasta convertirme en tu enemigo. Voy a tomar distancia, tanto como pueda para evitar que esto ocurra’.

“Rematé: ‘Agradezco mucho tu ofrecimiento, pero no lo acepto. Mi tiempo ha terminado’.

“Yo ya estaba casi en el territorio del no poder. Y al final, de todos modos, terminé siendo su enemigo”. 

El desayuno y la plática han concluido. Quedamos para vernos en otra ocasión y abordar otros temas. Lo veo marcharse, y me acuerdo de su mensaje final, que después se repetía como mantra:

“¡Que venga el futuro y que venga lo que tenga que venir! Y si la nada fuera lo único que tiene que llegar: ¡Bienvenida la nada después de todo!”.

Es Pablo Salazar Mendiguchía hoy, como le gusta decir, habitante del territorio del no poder (absoluto, agrego yo).

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