Los narcotraficantes tienen sentimientos

Hace poco más o menos 5 años fue detenido en una operación casi quirúrgica, Joaquín Guzmán Loera, el capo de capos más famoso de este país. En su momento, su aprehensión fue motivo de múltiples reflexiones y un acontecimiento mediático que trascendió nuestras fronteras. Por fin, el gobierno del presidente Peña Nieto se anotaba un acierto importante dentro de los temas relevantes del hemisferio: el extendido fenómeno del comercio y consumo de drogas. El asunto no era menor no solamente por las características del personaje aludido, sino porque el descrédito de esa administración padecía los estragos del escándalo que significó los casos de corrupción que involucraron hasta al propio presidente en funciones.

Después de esconderse por más de 10 años, en los primeros meses del 2014 dieron con el paradero del narcotraficante mexicano más conocido internacionalmente. En su momento, los reportes periodísticos indicaban que hubo detrás de su captura todo un esfuerzo de inteligencia que incluía una estrecha colaboración con la Agencia Antidrogas de los Estados Unidos.

En efecto, no hay forma de demostrar lo contrario y resultaría ocioso ocuparse en confirmar que las autoridades judiciales, así como las instituciones de seguridad con las que cuenta el Estado mexicano, no sólo no habían tenido éxito en localizar al narcotraficante más buscado de los últimos dos sexenios, sino que operaron con una muy escasa eficiencia para tal fin. Con otra palabras, todo el sistema de justicia y, particularmente, las instituciones de seguridad del Estado habían sido incapaces hasta ese momento de dar con el paradero del narcotraficante. Cierto es que ya había sido capturado a principios del gobierno de Fox, pero extrañamente se había fugado de una de las cárceles de máxima seguridad y, aunque suene ridículo, a través de un vehículo usado en las áreas de lavandería. 

El Chapo Guzmán con su papá. Foto: Agencia Reforma

Más de diez años en la búsqueda del Chapo y la incapacidad para aprehenderlo, puede ilustrar al menos dos líneas hipotéticas del fracaso que hasta ese momento habían mostrado las autoridades mexicanas. En primer término, sin lugar a dudas estaría la gran sagacidad del narcotraficante para burlar toda forma de captura. En segundo lugar, un línea hipotética quizás más osada sea la que nos indicaría que, en realidad, el narcotraficante contaba con aliados dentro del propio sistema de seguridad del Estado mexicano que, finalmente, contribuían a evitar su detención. Al mismo tiempo, esta línea argumental presupone reconocer el carácter sistémico de la crisis institucional que vive todo el aparato de justicia y de seguridad del Estado mexicano.

Enzensberger, ha relatado el estado de descomposición y la eficaz penetración que tuvo Al Capone sobre las instituciones de justicia en Chicago durante los años de la prohibición del alcohol a principios del siglo pasado. Ante todo, Capone siempre alegó en su favor que tan sólo era un empresario que ofrecía lo que los ciudadanos le pedían y se cuentan historias de lo magnánimo que podía ser entre sus vecinos o amistades cercanas, al mismo tiempo en que podía ser implacable con quienes lo traicionaban o estuviesen bajo esa sospecha muy suya y desquiciante.

Joaquín Guzmán Loera, edita de nuevo la historia encarnada por James Gandolfini, en Los Soprano; una exitosa serie norteamericana en la que un capo está envuelto no sólo en una red de mafiosos que incluye a miembros de su familia y amigos cercanos, sino que presenta cierta fragilidad emocional que lo exhibe o puede mostrarlo como un ser débil en una empresa que exige justamente lo contrario. Loera aprendió que la frontera entre lo legal e ilegal resulta una muy tenue marca, una delgada línea por la que puede transitarse quizá con riesgos, pero con una «carrera» promisoria para una corta vida que sólo tiene penurias y prohibiciones. Es, ante todo, la educación no formal que todos los mexicanos acaso recibimos en nuestra tierna infancia y sobre todo, durante el periodo autoritario y sus reediciones. Instrucción no formal que se aprecia con el muy pobre respeto por la norma que debería regir la vida ordinaria, una cultura (i)legal que resuelve los dilemas prácticos de los mexicanos. En sentido estricto, una invocación de las reglas del desorden, tal y como nos lo recuerdan Giglia y Duho. Antes que hablar de una cultura de la legalidad inexistente, salvo en el plano normativo o incluso moral, resulta imprescindible narrar las prácticas del desorden que, contra toda lógica, permiten que la sociedad mexicana funcione bajo códigos más ocultos o más evidentes según el tamaño y lo osado de las acciones. 

Loera fue capturado no por la acción eficaz y hasta quirúrgica de los sistemas de seguridad y justicia del Estado mexicano, sino porque el sentimentalismo embargó al capo cuando de repente se acordó que tenía una familia bajo su cuidado. Por eso, cuando le preguntan qué andaba haciendo en Mazatlán, decía que ya se iba para el monte, pero antes quería ver a sus gemelitas que hacía mucho tiempo no estaba con ellas.

Es curioso que al capo ni siquiera le haya dado tiempo de intentar escapar, como ya había ocurrido en otras ocasiones. Los reportes periodísticos indican que contaba con casas de seguridad intercomunicadas con túneles y con cámaras de circuito cerrado. Con gente a su servicio cuidándole las espaldas, el narcotraficante más buscado pudo haber sido traicionado o bien pactó en alguna forma su rendición, pero no la manera en que sería capturado. A Guzmán Loera no le llegó un citatorio de Hacienda por no pagar sus impuestos como a Capone, pero la mayoría de sus colegas e incluso contrincantes han preferido morir a balazos que entregarse. La captura de Joaquín Guzmán Loera tiene más espinas que un puerco espín. Pudo existir delación y traición al interior de sus propia seguridad privada. También, no es descabellado un pacto en la rendición. O bien, un desgaste y pérdida de control de sus redes de informantes dentro de los propios sistemas de seguridad y justicia del Estado mexicano. O también, una genuina acción justiciera de las corporaciones policíacas que, por una vez en su vida, hicieron bien su trabajo.

Ultimamente, es el propio Chapo quien ha reconocido que ya quería “jubilarse”. Desde luego, nadie en su sano juicio y él mucho menos, quisiera retirarse en condiciones tan adversas. De hecho, hoy en día sus propios abogados aseguran que el litigio continua a fin de encontrar las mejores condiciones, si se puede decir tal cosa, para su cliente en un sistema carcelario de alta seguridad. Ahí y bajo ciertas condiciones, podría acaso disfrutar en algún momento de sus hijas y esposa, al tiempo en que evita estar a salto de mata por la campiña sinaloense donde podría ser objeto de violencia entre sus competidores o perecer frente a los proyectiles de los cuerpos de seguridad del Estado.

La poco creíble historia de una acción limpia y sin balas, frente a personajes que deambulan rodeados de un séquito de sicarios armados hasta los dientes, se asemeja más a una puesta en escena que una auténtica aprehensión basada en los métodos más modernos de persecución criminal en pos de un delincuente. Puede tener mayores dosis de credibilidad la hipótesis de un pacto entre el narcotraficante y la administración anterior, tan necesitada de una captura ejemplar para consumo interno y externo. Pero aún las estructuras institucionales del Estado mexicano y, en espacial, aquellas que se relacionan con la impartición de justicia permanecen casi intocadas y son las mismas que han demostrado con creces su incompetencia, así como el carácter corroído de su desempeño ordinario.

Después de todo esto, pasaron dos largos años cuando finalmente fue extraditado hacia los Estados Unidos el Sr. Guzmán Loera. De ahí, pasó un periodo similar mientras se le enjuiciaba por diferentes cargos; donde el principal era, desde luego, el tráfico de drogas a la unión americana. Se ha informado profusamente al respecto y no es necesario ahora relatar el cúmulo de testimonios sobre los cuales se sustentó su responsabilidad criminal.

 Mediáticamente se habló incluso del juicio del siglo, pero más allá de las notas de color y la chismografía sustentada en los intercambios de miradas entre el capo y su esposa en la sala de juicios, llama la atención al menos dos cosas. Sin descalificar los cargos criminales que el propio capo asume, resulta sorprendente que no se diga absolutamente nada cómo es que la droga envenena a los ciudadanos americanos, cómo es que llega a los lugares de consumo. En concreto, cómo ciudades como New York, Chicago u otras pueden disponer de las drogas para su consumo. ¿Cómo es que funciona un mercado tal de consumidores que las autoridades americanas parecen no darse cuenta? ¿cuál es el modus operandi del tráfico de armas que cruza nuestras fronteras sin que las autoridades de seguridad de allá y de acá se den cuenta? No está demás recordar que es en norteamericana donde existe el mayor número de consumidores de drogas en el mundo y esto no es una cosa menor. En segundo lugar, tampoco resalta ni en Estado Unidos, ni en México, por lo menos hasta ahora en que se ha dictado la sentencia, de dónde provienen las armas y el dinero que debilitaron aun más a las instituciones de seguridad y de justicia de México. Peor aún, fueron esas armas y ese dinero lo que envileció a este país dejándolo postrado como un cementerio y con un dolor inmenso.

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