Los treinta y tres dioses

Casa de citas/ 423

Los treinta y tres dioses

Héctor Cortés Mandujano

 

Eduardo, en los hechos ya rey de Inglaterra, renuncia al trono para casarse con la plebeya norteamericana Wallis Simpson (casada con otro cuando empezó el romance). Nada mal, viniendo de la realidad, para argumento de una película.  La llamaron en español El romance del siglo (W./E., 2011) y la dirigió Madona. Comparto una secuencia, que se me hizo simpática.

En un yate, Eduardo ofrece una taza de té a Wallis. La taza no tiene líquido, sino una joya exclusiva. Ella la ve y sonríe:

—Su majestad sabe cómo llegar al corazón de una mujer…

Él se sienta a su lado y le dice con la obvia intención erótica:

—No apuntaba tan alto.

 

***

 

En el eBook Siete noches, Borges habla de lo nuevo que fue en la Divina Comedia la primera persona (yo), usada por Dante. Antes, San Agustín en sus Confesiones usó el yo, pero, dice Borges, “la prosa magnífica del africano se interpone entre lo que quiere decir y lo que nosotros oímos”; y sigue: “La retórica debería ser un puente, un camino; a veces es una muralla, un obstáculo. Lo cual se observa en escritores tan distintos como Séneca, Quevedo, Milton o Lugones”. Me llamó la atención, porque he leído a todos los que menciona y me han encantado. Pero tal vez se refiera a los grandes públicos que, evidentemente, prefieren, en el caso de leer, el libro de moda que a Dante, San Agustín…, incluso al propio Borges.

Dice Borges, y sigue hablando de la Divina Comedia: “Ningún libro me ha deparado emociones estéticas tan intensas. Y yo soy un lector hedónico, lo repito; busco emoción en los libros. La Comedia es un libro que todos debemos leer. No hacerlo es privarnos del mejor don que la literatura puede darnos”.

En su conferencia sobre el budismo, habla del hombre que se convertirá en el Buddha. Su padre, que no quiere eso, cuenta Borges, “recluye a su hijo en un palacio, le suministra un harén, no diré la cifra de mujeres porque corresponde a una exageración hindú evidente. Pero, por qué no decirlo: era ochenta y cuatro mil”.

Al Buddha, como a Cristo, no le gustaban los milagros. Cuenta Borges uno de cortesía: “El Buddha tiene que atravesar un desierto a la hora del mediodía. Los dioses, desde sus treinta y tres cielos, le arrojan una sombrilla cada uno. El Buddha, que no quiere desairar a ninguno de los dioses, se multiplica en treinta y tres Buddhas, de modo que cada uno de los dioses ve, desde arriba, un Buddha protegido por la sombrilla que le ha arrojado”.

Sobre el mismo tema, dice: “De los seis destinos que están permitidos a los hombres (alguien puede ser un demonio, puede ser una planta, puede ser un animal), el más difícil es el de ser hombre, y debemos aprovecharlo para salvarnos”.

Cuando habla de un soneto de Banchs, que entre otras cosas que Borges abomina habla de espejos, dice: “Qué es el arte, pensaba Plotino, sino una apariencia de segundo grado. Si el hombre es deleznable, como puede ser adorable una imagen del hombre”.

Y frente a la gente que sólo ve tragedia y miseria en el mundo, yo diría lo mismo que Rafael Cansinos-Asséns, maestro de Borges: “Oh, señor, que no haya tanta belleza”.

 

***

Ilustración: Alejandro Nudding

Debo haber comentado antes el volumen uno y ahora comento el dos: Cartas 1964-1968 (Alfaguara, 2000), de Julio Cortázar. En estos años, Cortázar ya se ha vuelto célebre por sus volúmenes de cuentos y Rayuela, su novela fundamental. Comienzan las traducciones, las mil peticiones, su simpatía hacia la Revolución cubana y la separación de su mujer de mucho tiempo, Aurora Bernárdez, amiga suya hasta el final. Las últimas cartas son breves y habla constantemente de que está harto, cansado, enfermo de ser una celebridad y de no tener tiempo ni para leer como quisiera ni para escribir con tranquilidad. “La fama, la cumbre, cuanto más arriba, mayor servidumbre”, dice en una canción Alberto Cortez, otro argentino.

Muchísimas cartas están dirigidas a Francisco Porrúa, su amigo y editor. Le cuenta (p. 689; la numeración continúa la iniciada en el volumen uno): “En la estación del Cairo […] un americano quiso comprar el diario y pagó con un dólar. El joven diarero le dijo que las leyes le vedaban recibir divisas extranjeras. El tren se iba, el yanqui no tenía otra moneda, y entonces el diarero le regaló el diario. El yanqui anotó su nombre y su dirección. Dos meses después el diarero se enteró de que gozaría una pensión vitalicia de 300 dólares mensuales. Anteayer se enteró de que el yanqui se murió dejándole toda su fortuna, tasada en muchos millones de dólares”.

Dice en otra carta de 1964 (p. 747): “No sé si les conté que a una señora argentina que pasó por París le preguntaron qué le había parecido Notre-Dame, y contestó: ‘Regular nomás. Por afuera es gótica, pero por dentro muy húmeda’ ”.

Las funciones de teatro siempre han sido un juego de azar. Coprtázar va a ver y queda asombrado, hechizado (y cómo no), con Marat Sade, dirigida por Peter Brook (hay una versión en DVD). Le asombra también que haya tan poco público viendo aquella maravilla (p. 794): “Me daba una pena inmensa sentir el vacío… y sospechar que en la escena también debían sentirlo”.

En una carta de 1965 a la escritora mexicana Amparo Dávila dice (p. 825): “Te diré que en materia de equilibrio último, creo que sólo dos escritores latinoamericanos de cuentos la han conseguido, cada uno a su manera: Borges y Rulfo. Los demás seguimos siendo todavía bastante románticos o bastante barrocos”.

Confiesa en otra (p. 861): “Soy un egoísta, lo sé, pero un escritor o un artista es eso o no es nada”.

Le cuenta a uno de sus traductores (p. 921): “Oye, ¿conoces la definición que da de la mariposa un diccionario español del siglo XVIII? Es la siguiente, y juro que es exacta. ‘MARIPOSA S. F. Especie de gusano con alas, de costumbres estúpidas”.

Habla de cómo lee los libros que le parecen importantes (aquí se refiere a Paradiso, de Lezama Lima), p. 1048: “Cuando un autor cuenta para mí, me niego a leerlo con esas interrupciones que el ajetreo cotidiano va metiendo como cuñas de niebla en nuestro placer”.

 

***

 

Releí en eBook A través del espejo, de Lewis Carroll, y me gustó de nuevo la exclamación del unicornio que, en una pausa de su lucha contra el león, ve a Alicia, pregunta qué cosa es y le dicen que es una niña. Exclama: “¡Siempre pensé que eran monstruos fabulosos!”.

Tanto Alicia en el país de las maravillas, como esta secuela, parten del sueño de la niña, que a veces no sabe si sueña, es parte de otro sueño o es soñada. Por eso es linda la línea final de A través…: “¿Qué es la vida, sino un sueño?”.

Contactos: hectorcortesm@gmail.com

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