Cadáver en la calle

Casa de citas/ 431

Cadáver en la calle

Héctor Cortés Mandujano

 

Escrito sin pretensiones literarias y con un lenguaje muy cercano al oral, con el desorden propio de los recuerdos, Memorias de un gavilán y un caballo (sin más datos de edición que el año: 2011), de Enrique Mahr Kanter, es un libro autobiográfico, hecho para amigos y familiares, que llegó a mis manos gracias a la generosidad de mi querida amiga Adriana Corzo, nuera del autor.

Dice don Enrique en la admonitoria página seis: “Lectura no apta para analfabetas, mochos, persignados y personas de criterio estrecho, normalmente conocidos como pendejos; si te ubicas en un grupo de éstos, no pases a la siguiente página”.

Agradece a sus amigos (p. 11), “por haberme soportado cuando estoy a medios chiles y empiezo a pensar pendejadas en voz alta a lo que algunos llaman filosofía, y yo delirium tremens”.

Las páginas recorren desde antes de su nacimiento hasta el año de edición, de modo que habla de su genealogía; sin embargo, advierte (p. 24), “no hay árbol genealógico que aguante tres sacudidas, pues en las primeras se caen las putas, en la segunda los pendejos. […] De la tercera ni hablar, en ésa el árbol queda vacío”.

En muchos momentos, para ejemplificar asertos, usa refranes. Varios me gustaron, como éste que habla de la mala suerte de su papá (p. 33): “Estaba más salado que bragueta de San Pedro, en sus mejores días de pesca”.

No le interesa la política, porque, según él (p. 263), “todo el chiste estriba en darles el culo a los de arriba y darles por el culo a los de abajo”.

Cuenta muchas anécdotas. En una, un músico de Yajalón perdió un ojo. Fue a que le pusieran uno de vidrio. Cuando volvió al pueblo, una señora le dijo (p. 288): “Ponchito, qué bonito te quedó tu ojo, te hubieras cambiado los dos”.

La última parte de su libro lo constituyen los consejos para su descendencia, en contradicción con lo que él mismo opina (p. 438): “No me gusta dar consejos porque no sirven para una chingada, pues los inteligentes no los necesitan y los pendejos no los usan”.

Chiquila, Yucatán. Foto: Mario Robles

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La revista literaria Granta tiene una larga tradición inglesa (se fundó en 1889), pero en español los números no llegan a la veintena. Con formato de libro y con 326 páginas, el número tres (Planeta, 2004), “La última frontera”, analiza desde la perspectiva de escritores famosos y notables (Paul Bowles, Rodrigo Rey Rosa, Santiago Roncagliolo, Javier Pérez Reverte, entre otros) lo terrible de las más célebres y conflictivas fronteras del mundo: Bangkok, el estrecho de Gibraltar, Cachemira, Guatemala y Honduras, Cisjordania, Tijuana y San Diego…

Aunque la temática resulta atractiva, compré el número porque allí también, fuera del tema, escribe mi admirado Kazuo Ishiguro (Pálida luz en las colinas, Los restos del día y Nunca me abandones, tres de sus novelas, me parecen deslumbrantes) una historia de fantasmas, “El gourmet”, para televisión.

En “Los perros de Deng Xiao Ping”, Santiago Roncagliolo escribe (p. 26): “Para la clase media de Lima, más que víctimas cercanas, el terrorismo representaba un conjunto de inconvenientes cotidianos: […] sellar las ventanas con cinta adhesiva por si la onda expansiva de una bomba las hacía estallar; saber que al oír una explosión hay que tirarse al piso con la boca abierta para que los tímpanos no revienten. […] Con la práctica, los actos más macabros se convierten en rutinas que ejecutas mecánicamente, sin pararte a pensar”.

No hay que invitar a Chiapas a Horacio Castellanos Moya, porque dice en “Insensatez” (p. 75): “Si algo aborrezco con especial intensidad es la música folclórica, y por sobre todo la música triste y llorona de la marimba, instrumento que sólo puede ser idolatrado por un pueblo triste y llorón”.

En “El tesoro de la sierra”, Rodrigo Rey Rosa habla de lo que dejan las empresas mineras como herencia en los lugares donde saquean tesoros (p. 86): “Por aquí ya no se ve nunca ningún animal –dijo–. Hasta hace poco, el monte estaba lleno de pájaros. Había muchas ardillas y lagartijas, y en el arroyo había peces y renacuajos, pero vean ahora: nada”.

Y sigue (p. 92): “(La compañía tiene previsto ‘procesar’ catorce mil toneladas de roca diarias, durante diez años.) El agua de los manantiales y ríos que hoy en día sirve a las comunidades, probablemente ya no podrá beberse, y tampoco será buena para regar”.

Escribe Valerie Miles, en “Desde Tijuana, con amor” (p. 105): “El callejón Coahuila y sus vías colindantes […] son peliagudos: pasamos junto a un cadáver en la calle a medio día y frente a las casi niñas que avientan besos a los penes que van de compras a media noche”.

Urvashi Butalia escribe una cifra tremenda en “Sangre” (p. 202): “En el corto periodo de unos meses, cerca de doce millones de personas se desplazaron entre la nueva y escindida India y los extremos oriental y occidental del recientemente creado Pakistán”, y cuenta que, en ese año, 1947, hubo historias espeluznantes (p. 204): “Mujeres que saltaban a los pozos para ahogarse y evitar así que las violaran o que las forzaran a convertirse a otra religión; o padres que decapitaban a sus propios hijos para ahorrarles el mismo destino deshonroso”.

 

 

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Las voces cansadas de los relojes repitieron toda la noche

la realidad de las horas

Virginia Woolf,

en La habitación de Jacob

 

La habitación de Jacob (Piel de Zapa, 2012), de Virginia Woolf, fue la tercera novela que escribió y publicó (antes, Fin de viaje, 1915, y Noche y día, 1919), en 1922, y la primera donde se separa totalmente de la novela contada en el orden convencional: es elusiva, fragmentaria, sin explicaciones vacuas, sin final previsible. El personal principal es visto tangencialmente (por su madre, sus amantes reales y posibles, sus amigos, por la pasajera de un tren…) y, al final, su habitación vacía no explicita su muerte, la sugiere.

Jacob va a tener relaciones con la guapa Florinda, quien se dice virgen. Él no quiere, pero el deseo manda (p. 104): “El problema es insoluble. El cuerpo está atado a un cerebro. La belleza anda de la mano de la estupidez”.

Jacob va de viaje a Grecia. Ve realidades que no siempre le gustan (p. 177): “Sin duda, estaríamos, en conjunto, mucho peor de lo que estamos sin nuestro asombroso don para las ilusiones”.

Bonamy, el mejor amigo de Jacob, dice (p. 180): “Me gustan los libros cuyo valor se encuentra recogido en una o dos páginas. Me gustan las frases que no se rinden aunque las ataque un ejército entero. Me gusta que las palabras sean firmes”.

Contactos: hectorcortesm@gmail.com

 

 

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