Tina y las piedras voladoras

© Cuatro soberbios burros. Tomado de: https://bucker125.wordpress.com/2017/04/23.

[Pensando en Yulia Abud. 2da. y última parte]

Esta demonia entonces, la famosa Tina, además de llevar agua, siempre cargaba algunas lajas en los cántaros. Los descargaba en la cocina, ponía el agua en la tinajona que descansaba oronda sobre el piso, apartaba las piedras que llevaba —todas redondas, azules, livianas y del mismo tamaño—, escondía las piedras en las bolsas del delantal y luego se iba al patio, en donde las guardaba al pie de un cocotero. El comedor de doña Felícitas, o de doña Licha, como también le llamaban, daba hacia el Oriente, a donde llegaba el sol de la mañana, detrás del coco formidable.

Fue en ese tiempo cuando a doña Licha “la comenzaron a espantar” aunque, a decir verdad, más bien creía,decía que la espantaban. Del diario y a medio día llovían lajas sobre el techo del comedor. A veces chocaban contra la puerta que daba al patio, en veces entraban por debajo de la puerta, e incluso en una ocasión quebraron uno de los cristales de la vidriera. Llamó a sus dos sirvientas mayores y a los trabajadores del traspatio, pero nadie sabía ni entendía nada del asunto. Mandó llamar a sus hijos y, aunque la esperanzaron, lo único que concluyeron fue que las piedras volaban desde el penacho del cocotero. Que ya no se debía asolear tras las vitrinas del comedor y que mejor se mantuviera alejada del coco. En esa misma ocasión, incluso, dado que almorzaron juntos, en cuanto los hijos partieron, justo al medio día volvieron a zumbar las piedras.

Sólo eso supe de a de veras. Hasta que un buen día —clarito lo recuerdo—, sacaron a la Tina de la Presidencia, llorando. Ahí, sobre las bancas de los portales de la alcaldía, la revistieron de rojo, de demonia: con sus cachos, su cola y todo. La montaron a un burro y, aprovechando que estábamos en recreo —en ese tiempo, los dos únicos salones de clase del pueblo estaban en la Presidencia—, a esa hora la pusieron a dar vueltas alrededor del parque. Que porque ella era la dueña de las piedras que pretendían matar de susto a doña Felícitas. Que porque ella hacía volar las piedras desde el palo de coco. Que porque ella era aprendiz de bruja… en fin.

Adelante iban dos policías, jalando al burro y a la Tina. Ahí llevaban a la pobre Tina, llora y llora, y los escueleros, mis compañeros maldecidos, detrás: empuyando al burro, tirándole piedras y gritándole a la pobre Tina: ¡Que muera la diabla! ¡Que muera la diabla! ¡Que muera la diabla! Todos en coro.

El día anterior doña Licha, se supone que, tras la indagación de sus hijos, y estando presentes todos, incluso la servidumbre… doña Felícitas concluyó que la de las malas artes era la Tina, a pesar de su corta edad. La denunciaron ante el presidente municipal, que era su hermano, su cuñado, o algo así; dicen que días después sesionó el cabildo, y tras ello mandaron a la policía: dos hombres del pueblo, que aún en contra de su voluntad, apresaron a la desdichada Tina y… por increíble que parezca, se la llevaron a la Presidencia. La encerraron toda la noche en la cárcel y, al día siguiente, como en los tiempos de la Europa medieval y la inquisición cristiana, le cayó el anatema y el estigma: la propia autoridad municipal ordenaba castigarla por malcriada, por dirigir las piedras voladoras y por no responder a nada.

Mucho tiempo después puse en claro mis recuerdos: Cristina, mi amiga Tina, La Diabla, la Doña Diabla de los Cuxtepeques, coleccionaba, al igual que yo, guijarros y piedras de colores, aunque ella en especial, lajas, lajitas azules que conservaba como un tesoro. Las guardaba dentro de una olla desjaretada y negra, junto al palón de coco, aunque… poseía tal fuerza en el brazo derecho que en ese tiempo me parecía extraordinario.

Era inteligente y en sus soliloquios, por las tardes, conversaba con las flores y con los árboles del jardín y el patio. Quienes la veían extraña, opinaban así, quizás, debido a que nunca hablaba con nadie. Porque sólo conversaba con sus piedras. Porque sólo de repente se reía conmigo, cuando la acompañaba al río para escoger guijarros y lajas azules. Lajas que hacíamos brincar sobre la corriente del río.

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