Pompoarismo, el beso de Singapur

Casa de citas/ 455

Pompoarismo, el beso de Singapur

Héctor Cortés Mandujano

 

Ella y otras mujeres (Cal y arena, 2007), de Rubem Fonseca, es una colección de cuentos donde el sexo descarnado –lejos de los afeites del amor– y los crímenes brutales son la constante. Detrás de ellos, la mano maestra de este narrador brasileño mueve los hilos.

Sobre el sexo, en las conversaciones masculinas, desde niño he escuchado referencias (luego las he sentido, afortunadamente) sobre una de las propiedades vaginales. La llaman, en el argot callejero, chuchito. Por Fonseca me entero de que un nombre menos básico para ello es “pompoarismo”, que al pie de página define el editor como (p. 41) “ejercicios que consisten en mover a voluntad los músculos circunvaginales”. “El beso de Singapur” leí que lo llaman también y es todavía un nombre mejor que los anteriores. Benditas sean las mujeres que lo practican.

Los cuentos, todos, tienen nombres de mujer, acomodados por orden alfabético. A veces son ellas las narradoras o son la parte fundamental en la vida de un hombre. En “Francisca”, la primera línea dice (p. 47): “No hay mujer que no sueñe con matar a su marido”, y dice más adelante (p. 49): “Como toda mujer casada, vivo tomando un montón de medicinas para aliviar momentáneamente mi insoportable carga de frustraciones”. Mata a su marido, claro, y dice al final (p. 50): “Hice mi cara de llanto y las lágrimas se me escurrieron. Es fácil llorar cuando estás muy feliz”.

En “Joana”, el protagonista sólo ha buscado mujeres bonitas. Quiere buscar las antípodas (p. 73), “pero, al contrario de lo que piensa la mayoría de las personas, conseguir una mujer fea es más difícil que conseguir una bonita”. Para encontrar una, va a la iglesia. Allí hay bastantes, dice.

“Luíza” (así se escribe en portugués) es una artista y cita el contenido de una carta (p. 110): “Creo que todo mundo es un artista capaz de determinar el contenido y el significado de la vida en su esfera particular, ya sea la pintura, la música, el cuidado de los enfermos, recoger la basura, en fin, lo que sea”.

En “Nora Rubi” cita La vida del doctor Samuel Johnson, de Boswell (p. 131): “Lee tus textos y, siempre que llegues a un pasaje que consideres especialmente bien escrito, táchalo y elimínalo”.

 

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Foto: Mario Robles

La UNAM y la SEP, en 1923, dentro del programa editorial que impulsó Vasconcelos, publicaron Tolstoi, cuentos, que conseguí en una feria de libros viejos.

El volumen incluye 23 narraciones que a veces rebasan la idea del cuento. Está, por ejemplo, la célebre novela corta “La muerte de Ivan Illich”, que ya he leído en edición distinta a ésta, y que ahora vuelvo a leer. Impresionante documento literario sobre la vida, el matrimonio, la vida, la agonía y la muerte de un hombre.

Me gustan mucho de Tolstoi sus historias religiosas y fantásticas. Hay en este gordo volumen varias sobre Dios (“Los dos viejos”; “En donde está el amor está Dios”; “El hermano Sergio”; “El perro muerto”, que es una breve maravilla; “Los melocotones”, “cuarenta años” y “El trabajo, la muerte y la enfermedad”), que son al mismo tiempo reflexiones sobre nuestra humanidad, lo mismo que los textos donde el personaje fundamental es el diablo (“Pakhon, el Mujik” e “Iván, el imbécil”).

En “Tres muertes” hermana el destino final de los hombres con los árboles. Dice (p. 60): “El árbol tembló; cabeceó su corpulencia; se irguió altivamente, y, tambaleante, lleno de pavor, cayó rígido al suelo”. […] “Las hojas murmuraban, serenamente regocijadas, y los ramajes de los árboles vivientes que quedaban en torno, se movían lenta y majestuosamente por encima del árbol muerto”.

En “Pakhon, el Mujik”, el protagonista dice a su mujer que si tuviera mucha tierra no tendría miedo ni al diablo; cuenta entonces el narrador, fantásticamente (p. 271): “El diablo estaba sentado detrás de la estufa escuchándolo todo y se alegró de que la mujer del campesino hubiera dado pie a su marido para que éste le desafiase. ¿No se había alabado de que, si tuviera tierra, no tendría miedo ni al propio Satanás?”.

En “El rey de Asiria, Asarkadon” éste no entiende el sufrimiento de los demás. Un viejo le pide que meta la cabeza en el agua y de inmediato éste se transforma en el hombre al que maltrata y luego en un animal: una burra, que está dando de mamar a un borriquillo. Vuelve a su realidad y el viejo le explica, lo que hará que comprenda a los otros (p. 442): “La vida de un momento y la vida de un millar de años, tu vida y la vida de todos los seres del mundo visible e invisible, son iguales. No se puede aniquilar y cambiar la vida porque ella es lo único que existe; todo lo demás es apariencia solo”.

 

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Algún día se pondrá el tiempo amarillo

sobre mi fotografía

Miguel Hernández,

en El rayo que no cesa

 

Hace muchos años, Ricardo Garibay tenía un programa de televisión, Caleidoscopio, que yo veía religiosamente. Me acuerdo de que en él, yo tendría unos veintitantos años, habló de un libro que por aniversario luctuoso, supongo, habían editado de Miguel Hernández. El libro ponía uno tras otro el poema original y los muchos cambios que el poeta había hecho en sus libretas personales y en las siguientes ediciones.

Leo ahora, en mi lector electrónico, el eBook El rayo que no cesa, de Hernández, que es al menos, aquí, tres pequeños libros. El primero lo constituye “Poesías publicadas en ‘El Gallo Crisis’ ”, en su natal Orihuela, en 1934; luego “El silvo vulnerado”, de 1934, y finalmente “El rayo que no cesa” (1934-1935), donde el poeta que originalmente hizo poemas religiosos en la primera publicación, un poco por la influencia de su amigo Ramón Sijé, se ha movido a una poesía amorosa, carnal, que desdice su original discurso.

El soneto [2] de “El silvo vulnerado”, página 39, tiene estas líneas que me encantaron: “Suelto todas las riendas de mis venas/ cuando te veo, amor…”; y al final (pp. 39-40): “Al verte me destrono/ sin arenas, amor, pero desierto”.

Del [7] me gustó esta idea: “Me huele todo el cuerpo a recienhecho”.

El soneto [13] dice en un verso (p. 50): “Pena con pena y pena desayuno”, que Hernández cambió en “El rayo que no cesa” de este modo: (p. 70): “Sobre la pena duermo solo y uno”.

Dice en soneto [19] de “El silvo vulnerado” este verso (p. 55): “Garza es mi pena, esbelta y negra garza”; el mismo verso en “El rayo que no cesa” dice (p. 73): “Garza es mi pena, esbelta y triste garza”.

 

En el soneto [20] de “El rayo…” escribe una línea muy gráfica (p. 85): “Besarte fue besar un avispero”.

El 10 de enero de 1936, a raíz de la muerte de su amigo Ramón Sijé, escribió su estremecedora “Elegía”, que desde hace tanto me sé de memoria. Es tremendo lo que dice (p. 94-95): “Tanto dolor se agrupa en mi costado,/ que por doler me duele hasta el aliento”.

Miguel Hernández nació en Orihuela, en 1910; fue pastor de ovejas y pasó de vivir en el campo a la ciudad, de ser religioso a ser revolucionario. Murió en la cárcel, a los 31 años.

Contactos: hectorcortesm@gmail.com

 

 

 

 

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