Por Zapaluta y hacia Comitán, 1840
Escribimos nuestros nombres bajo el suyo y descendimos; montamos; cabalgamos por un terreno pedregoso y desolado; cruzamos un río y vimos ante nosotros una hilera de colinas, y más allá una cadena de montañas. Llegamos entonces a una meseta yerma y pedregosa, y después de cabalgar durante cuatro horas y media, divisamos el camino, que avanzaba a través de una árida montaña a nuestra derecha, y, temerosos de haber equivocado nuestra ruta, nos detuvimos bajo un pequeño y frondoso árbol para esperar a nuestros hombres.
Soltamos a las mulas y, tras aguardar durante un rato, enviamos a Santiago de regreso a buscarlos. El viento soplaba fuertemente sobre el llano, y mientras el señor Catherwood cortaba leña, Pawling y yo descendimos a una cañada para buscar agua. El lecho estaba completamente seco, y uno siguió con rumbo arriba y el otro abajo. Pawling encontró un charco lodoso en una roca, el cual, aún para hombres sedientos, no era tentador. Regresamos, y encontramos al señor Catherwood calentándose ante la llama que producían tres o cuatro árboles [troncos] tiernos, mismos que había amontonado uno encima de otro.
Ahora el viento barría furiosamente sobre el llano. La noche se aproximaba; no habíamos comido nada desde la mañana; nuestra escasa provisión de víveres se hallaba en manos inseguras, y comenzamos a temer que ningunos nos llegasen. Nuestras mulas también la pasaban mal. El pasto era tan pobre que requerían una vasta extensión, y dejamos libres a todas, excepto a mi pobre macho, el cual, en virtud de ciertas propensiones a vagabundear, adquiridas antes de que llegara a mi poder, nos vimos obligados a atar a un árbol.
Ya hacía algún tiempo que había oscurecido cuando Santiago apareció con las alforjas de provisiones a la espalda. Había recorrido seis millas en su regreso cuando encontró una huella del pie de Juan, uno de los más anchos que se hayan plantado jamás, y la siguió hasta una miserable choza en la selva en la cual habíamos pensado detenernos. Nada habíamos perdido al no hacerlo; todo lo que pudieron obtener para llevar consigo fueron cuatro huevos. Cenamos; apilamos nuestros baúles a barlovento; extendimos nuestros petates; nos acostamos; contemplamos por breves momentos las estrellas, y nos dormimos. Durante la noche el viento cambió; y casi nos arrastra.
La mañana siguiente, previa a ingresar nuevamente en regiones habitadas, hicimos nuestra toilet (la acción de prepararse o arreglarse para aparecer en público; asearse, peinarse, afeitarse); es decir, colgamos un espejo en la rama de un árbol, y nos afeitamos el bigote y una pequeña porción de la barba. A las siete y cuarto emprendimos la marcha, tras haber comido nuestro último trozo de alimento. No habíamos visto un ser humano desde que dejamos Güitza [San Antonio Huista, en Guatemala]; la región todavía era desolada y triste; no había ni un soplo de viento, las colinas, las montañas y los llanos eran todos estériles y pedregosos; pero, conforme el sol se asomaba por encima del horizonte, sus rayos alegraron esta escena de aridez.
Durante dos horas ascendimos por una montaña estéril y pedregosa. Aun antes de llegar a este punto, la desolada frontera nos había parecido una barrera casi inexpugnable; pero Alvarado [Pedro de Alvarado, el de la “conquista”] la había cruzado para penetrar a una región desconocida llena de enemigos, y en dos ocasiones un ejército mexicano había invadido América Central.
A las diez y media alcanzamos la cima de la montaña, y en línea, ante nosotros, divisamos la iglesia de Zapaluta [hoy La Trinitaria], el primer pueblo en México. Aquí revivieron nuestros temores por la carencia de pasaporte. Nuestro gran propósito era llegar a Comitán, y allí arrostrar [los embates] que hubiese. Al acercarnos al pueblo, evitamos el camino que conducía a través de la plaza y, dejando el equipaje para que pasara como pudiese, nos apresuramos por los suburbios.
Asustamos a algunas mujeres y niños, y antes de que nuestra entrada se supiera en el Cabildo, estábamos más allá del pueblo. Continuamos a buen paso como una milla, y entonces nos detuvimos para tomar un respiro. Un inmenso peso se quitó de nuestras mentes, y unos a otros nos dimos la bienvenida a México. Al provenir de la desolada frontera, se abría ante nosotros como un país antiguo, poblado largamente, civilizado, apacible y bien gobernado.
Cuatro horas a caballo sobre un llano estéril y arenoso nos llevaron a Comitán. Santiago, quien era un desertor del Ejército Mexicano, temeroso de ser capturado, nos dejó en los suburbios para regresar solo, a través del desierto que habíamos pasado, y nosotros proseguimos hacia la plaza.
En una de las casas más grandes con vista a ella vivía un americano. Una parte del frente era ocupada como tienda, y tras el mostrador había un hombre cuyo rostro evocaba el recuerdo del hogar [propio]. Le pregunté en inglés si su nombre era M’Kinney, y me respondió “sí, señor”. Le hice otras varias preguntas en inglés a las que contestó en español. Los sonidos le eran familiares, sin embargo, pasó algún tiempo antes de que pudiera comprender plenamente que estaba escuchando su lengua nativa; pero cuando lo hizo, y se dio cuenta de que yo era un paisano, se despertaron sentimientos que le habían sido extraños durante mucho tiempo, y nos recibió como alguien a quien la ausencia sólo había fortalecido los vínculos que lo atan a su patria.
El doctor James M’Kinney, cuyo modesto nombre es transformado en Comitán en el imponente de “Don Santiago Maquene”, era un nativo del condado de Westmoreland, Virginia, y salió para Tabasco a pasar un invierno en beneficio de su salud y para ejercer su profesión. Las circunstancias lo indujeron a realizar un viaje hacia el interior, y se estableció en Ciudad Real. En la época del cólera en América Central se dirigió a Quezaltenango, donde fue empleado por el gobierno y vivió dos años en términos de intimidad con el desafortunado general Guzmán [Agustín Guzmán, prócer guatemalteco. 00-1849) a quien él describía como uno de los más caballerosos, amables e inteligentes hombres en el país.
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