La Colocha y Las Laminitas
Perfecto recuerdo “mi primera vez” en Las Laminitas. Tercero de Prepa, grupo F de “fantasmas” (pues sólo de repente aparecíamos por la escuela); turno vespertino, antiguo CECyT del ICACH, año setenta y ocho. Iba acompañado por el inolvidable Raúl Rincón Castillejos (QEPD), Chencho, Alfredo Inocencio Aguilar, su amigo del alma; Eddy Cruz Manzur y el famoso Sinaloa, Eduardo de apellidos que se me escapan. Tuxtlecos los cuatro, bolos aún en ciernes los cinco, y abogados ellos con el tiempo, aunque sólo por (o con) la bendición de Dios.
Durante esos años al bar aún llamábamos El Limoncito, debido al arbusto de limón que crecía en el patio de tierra; lugar clandestino y barato, típico de albañiles, peones y obreros, cerca de la Quinta Norte; propiedad de doña Chila, “tía Chila” como le decían los más. Y, en ese lance… ¡Pronto vino Jorgito a nuestra atención! Vestido y aderezado como con el tiempo se hizo al modelo: chanclas de “pie de gallo”, pantalones ajustados a la pierna, camisa floreada, mandil que le cubría pecho y rodillas provisto de bolsas inferiores, uñas pintadas y, argollas en la muñeca izquierda.
Flaco entonces, el cabello de Jorge —o Coque, como también le llamaban— era ensortijado a fuerzas; cejas depiladas, repintadas, harto rímel en las pestañas, labios rojos dibujados, lunar verdadero o ficticio en la barbilla lado izquierdo y, en general, siempre súper-maquillado. Sobra explicar, naturalmente, su inclinación femenina hacia los varones (los de su edad e incluso algo mayores), o su homosexualidad declarada que, según mis compañías, era de nacencia; desde muchachito. Y en fin que corriendo llegó a atendernos, pues eran de su clientela preferida los tuxtlecos susodichos; así que de inmediato relajeamos con él.
Trajo la primera ronda y la segunda; las medias Superior que luego desaparecieron; tiempos en que las botanas (nuestras pequeñas exquisiteces culinarias) se incluían en el precio de las chelas y… lo que recuerdo de esa ocasión es que a la tercera y sin sugerencia ninguna…
—¡Esta segunda botana corre a mi cargo!, —nos dijo sonoro y sonriente— guapetones, figurines, ¡Corazones!
Eso dijo el afamado Coque, mientras sutilmente pasaba su mano y brazo derecho sobre la espalda de Raúl, el más viejo de los convocados; todos dieciochoañeros, incluso el personaje, salvo los veintidos o veintitrés del primero.
Luego supe que a Jorge o jorgito también le apodaban Coqui, y entendí que El Limoncito apenas se iniciaba, tras la defunción del marido de doña Chila, antiguo empleado de la SARH, amiguero y bebedor por añadidura. Había un “salón” frente a la cocina en donde aún lucía un horno de panadería, luego a la derecha corría un pequeño corredor de láminas corroídas —de donde deriva el nombre posterior Las Laminitas—, en medio había un patio más bien pequeño, y a la entrada desde la calle, apenas se divisaba un pasillo estrecho; doblaba a la derecha, y de por medio, supongo, quedaba una sala y un cuarto, ¡y eso era todo!
Quince días después, o al mes siguiente quizás, volví al lugar con los mismos compas; al “Limoncito del Coqui”: Séptima Norte Poniente 336, donde desde ese tiempo y hasta hoy se mantiene el lugar, mero en el Barrio Colón, situado entre los populosos rumbos de Niño de Atocha y San Jacinto. Entramos y todo igual, al saloncito y al corredor, en donde apenas cabían cuatro o cinco mesas. Tomamos las tres rondas de rigor. No hubo botanas extras, aunque… justo antes de pedir la cuenta, nuestro camarero estrella puso sobre la mesa, no cinco sino seis cervezas.
—¡Estas corren por mi cuenta! —dijo El Coqui como en un susurro, mientras se agachaba entre nosotros, como para que no le vieran desde la barra. Brindó acurrucado, mientras nos guiñaba sus ojos.
—Pero no se tomen la mía, señoritos ¿eh?, —dijo con sus ojos chispeantes—, que sólo es una. ¿Verdad, cabrones?
Luego tentó la pierna y manos de uno de los comensales y se fue. Al final pagamos la cuenta, regresamos al Centro y nos desvalagamos. Luego supe, como decimos coloquialmente en la ciudad y en casi todo Chiapas, que alguien entre nosotros, probablemente, “le daba pa’sus nanches al buen Jorgito”, aunque, perdonarán el final abrupto de esa historia.
Luego, creo, todos nos fuimos a San Cristóbal, a la Universidad. Pasaron seis o siete años, y ahora ya, trabajando para FORTAM, dependencia de la Oficina del Interior en el palacio del gobierno, visité nuevamente el lugar, y hasta me hice uno de sus clientes asiduos. Entonces, en el saloncito referido ya no había mesas sino… una banca en donde se sentaban dos y hasta cuatro chicas o señoras jóvenes, en minifaldas y de buen ver. Quienes acudían al llamado de los huéspedes en su calidad de ficheras. Todo magia por un momento: convivencia, relajo, carcajadas, tacteos y arrumacos disimulados, aunque en ocasiones, apapachos y caricias cachondas… en extremo.
El Coqui, La Coca, La Coquis, o La Colocha entonces —¡Jorge Hernández Jiménez, para servir a Usted!, como decía siempre que se presentaba a alguien desconocido—, nunca compitió con las hetairas que se mantuvieron durante los ochenta y noventa en el lugar. Siempre presumía a los varones de la parroquia como a sus amigos y… con el tiempo se convierte en uno de los personajes típicos populares de la ciudad. Por su afabilidad y don de gentes; por el trato respetuoso que daba a las mujeres en general y a nuestras familias.
Un tipo pordiós, formal y recatado hasta cierto punto. O, hasta “donde su propia putería se lo permitía”, según ciertas declaraciones expresas.
Lo demás, toda la tuxtlecada que se digna de serlo —de origen o por adopción— perfectamente lo sabe: que La Coqui vivía con su familia a dos cuadras de Las Laminitas. Que desde chaval se gana la vida ayudando a las marchantas en los mercados de la ciudad. Que tras veinte o veinticinco años ahí, en el restaurant-bar de los descendientes de Tía Chila, incursiona como camarera en dos o tres cantinas adicionales del rumbo, entre ellas, durante su última etapa, en el Restaurant Bar Los Coutiños.
Que “tuvo varios sus enamorados”. Que bebía galán, razón de la cirrosis hepática que lo lleva a la tumba. Que a mediados de los noventa cambia el look de sus cabellos por una cebolla al centro y el tupé que le llega a las cejas. Que hay un punto en el que su fama la convierte (a pesar de si misma) en personaje del féisbuc, pues todo mundo le acompaña y toma selfies, para “subirlas a las redes sociales”, e incluso que en el 2015 fue viral su foto y al pie este texto: “Aay gordo ¡Te extraño! No me olvides. ¿Cuándo vienes?”.
Y va la última; la anécdota de finales de los años noventa. Que compraba series completas de la Lotería Nacional, afirmaban, cuando perfectamente sabíamos que no llegaba ni a cachitos. ¡Que había sacado la lotería! ¡Que el gordo había caído con el! Que con el dinero había comprado Las Laminitas. Que la había ampliado incluso construyendo un estacionamiento por el lado de atrás. Y en fin, decían las malas lenguas, que ahora mesereaba tan sólo para mantener a sus amistades, su glamour y fama.
Finalmente, amigos, va nuestro más sentido pésame por él y por ella. Que Dios le guarde en su seno y dé a su familia y a sus amigos fortaleza y resignación. Por la memoria del gran Coqui Jorge Hernández Jiménez, cuyo deceso ocurre la madrugada del miércoles 18 de diciembre de 2019. Requiescat in pax.
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