La política como espectáculo

 Debo reconocerle a mi padre la disciplina y el coraje que siempre le caracterizó al momento de escuchar los informes presidenciales, en una época en que los discursos resultaban tan soporíferos que hasta a los propios legisladores eran presa del tedio y el aburrimiento, nada interante podía esperarse de tales ceremonias. Era la época en que nada ocurría en el graderío, cuando el presidente preguntaba la hora un coro patético de subordinados respondía: “las que usted diga, señor presidente”.

No creo equivocarme si digo que, a su modo, mi padre no solamente reconocía la importancia de ese hecho sino que, además, eso materializaba las condiciones en que asumía sus responsabilidades cívicas. Recuerdo verlo sentado frente al televisor en el modesto espacio de nuestra sala, circunspecto, casi inexpresivo, escuchaba con atención lo que los presidentes informaban al país. No recuerdo que haya esgrimido algún comentario sobre el hecho, no al menos durante la larga escucha y en mi presencia. Con estoicismo, asumía la dura prueba de mantenerse concentrado en una representación casi teatral en donde importaban más las formas que el contenido.

Acostumbrados a los aplausos, en la época dorada del PRI, los presidentes de la república hacían gala del cobijo que significaba la presencia en el Congreso de un coro de lacayos del poderío depositado en una sola persona. Cada año se repetía el espectáculo en donde participaba una muy disminuida oposición. Nunca el Congreso había tenido lo que legal y profundamente se le atribuía: constituirse en el genuino espacio para la deliberación de los asuntos públicos del país.

Los vientos de cambio llegaron con el impulso ciudadano que literalmente empujó hacia una composición cada vez más plural del Congreso, primero en la Cámara de diputados y luego en la de senadores. Los presidentes tienen una halo protector que impide reconocer que cuando asiste a sesiones del congreso general, sobre todo cuando se trata de los informes de gobierno, no solamente tiene el deber de comunicar la situación en que se encuentra la administración pública a su cargo sino que, además, puede ser sujeto de cuestionamientos e incluso impugnaciones por los representantes de la ciudadanía que eso, al final de cuentas, son los diputados, aunque a menudo se les olvide.

Foto: El Debate

Tal situación no solamente permitió que existiesen más diputados de las diversas corrientes de pensamiento que se expresan en la sociedad mexicana sino que, también, iniciaran algunos cambios en las prácticas parlamentarias. Así, la Cámara de diputados se fue convirtiendo poco a poco en un espacio donde el debate obligaba a los acuerdos y a la negociación política. Al mismo tiempo, el presidente al menos era sometido a la presión política mediante las interpelaciones debido a la falta de apertura de un régimen presidencial, que no admitía diálogo alguno sino bajo la lógica de la subordinación.

Nunca he tenido especial predilección por escuchar los informes, salvo por curiosidad académica. La forma en que estos actos se organizan y se cuida hasta el más mínimo detalle, ofrece la oportunidad no solamente reflexionar sobre el nivel del debate político y el comportamiento de quienes nos representan sino, también, los temas que ocupan a la clase política y las soluciones que eventualmente plantean. De hecho, estos eventos son, en sí mismos, buenos ejemplos de la gran carga ritualista que manifiestan con el propósito de hacer evidente relaciones de dominación y los desafíos que a menudo se expresan a fin de confrontar al poder.

De manera un tanto fortuita, el día de ayer tuve la oportunidad o el atrevimiento de escuchar el mensaje que el presidente de los Estados Unidos, el republicano Donald Trump, ofreció en el Congreso de ese país y, por la vía de los medios de comunicación, a toda esa nación. Debo confesar que no solamente fui motivado por la curiosidad sino, además, por las posibilidades para la reflexión que un acto de esta naturaleza ofrece estando tan cargado de simbolismos.

Para empezar, el presidente Trump se tomó la libertad de hacer esperar algunos minutos a su audiencia que, visiblemente nerviosos, varios políticos e invitados se mostraban impacientes. Si embargo, pocos minutos después el presidente nortamericano hizo su entrada recibiendo efusivos aplausos y saludando por el pasillo central a diestra y siniestra a quienes se acercaban a su paso. En su recorrido bastante lento hacia el estrado, cruzaba palabras con algunos de los congresistas y otras, las demócratas, ataviadas en trajes sastre color blanco simplemente observaban. Hizo más prolongado el acto el hecho de que se haya interrumpido el discurso del presidente en 115 ocasiones en las que fue ovacionado. En muy pocos casos los demócratas participaron de este hecho.

No es ninguna novedad los desencuentros entre Donald Trump y la presidenta de la Cámara de representantes, Nancy Pelosi, sobre todo a raíz de que ella ha sido una de las principales impulsoras del impeachment en contra del presidente. Como se sabe, Donald Trump y otros altos funcionarios de su gobierno, presionaron al gobierno de Ucrania a fin de que investigaran los negocios del candidato demócrata más fuerte a sucederlo en el poder, Joe Biden. Después de las investigaciones, el Congreso no avaló el juicio político en contra de Trump, de modo que este hecho se convertía en el ingrediente que exacerbó los ánimos entre los actores políticos. Quizás por eso fue que Donal Trump fue literalmente ovacionado por la fracción mayoritaria de republicanos en el Congreso de los Estados Unidos.

Como se acostumbra en estos actos protocolarios, el presidente norteamericano tiene la obligación de entregar por escrito su informe tanto al presidente del Congreso, como al vicepresidente que, en este ocasión, se trataba de Nancy Pelosi, en el primer caso, y Mike Pence, en el segundo. La ocasión sirvió para hacer evidente la animadversión del presidente hacia la presidente de la Cámara de representantes, cuando le entrega el documento y la deja con la mano extendida; situación no sólo incómoda e impropia, sino que dejó sorprendida a la señora Pelosi. A final, Nancy Pelosi se cobraría la afrenta rompiendo en pedazos el informe del presidente a la vista de todos.

Resultaría muy extraño que los presidentes no usaran esta oportunidad para presumir sus logros. Como ya muchos analistas comentan, se trató de un acto propagandístico en que el presidente arranca su campaña en pos de la reelección. Durante poco más de una hora, Donald Trump ocupó un buen tramo de su discurso para señalar lo que considera han sido logros de su administración, particularmente en el tema económico ofreció cifras no solamente sobre la creación de empleos sino, también, de una mejoría en las percepciones de los trabajadores. Llegado este momento, el presidente hizo evidente el método sobre el cual trazaría su discurso y desempeño frente a la audiencia, al introducir al emprendedor, Tony Rankin, un hombre de color que su gobierno ofreció las posibilidades para hacer una empresa en la industria de la construcción, mejorando sus ingresos y los de las familias que forman parte de ella. Un claro ejemplo de éxito, mientras se machaca al espectador que Estados Unidos resulta el país de las oportunidades.

Por el lado del comercio, destacó la firma del “nuevo” tratado de libre comercio con Canadá y México, calificándolo de más justo para los intereses norteamericanos, pero sobre todo se refirió a China con la que negocian los términos de su intercambio comercial, con el objetivo que esto no signifique la pérdida de empleos en Estado Unidos.

En los temas hemisféricos, dos elementos fueron objeto de la punzante mirada del presidente Trump. Por un lado, las crítica al socialismo y, en especial, al régimen de Nicolás Maduro en Venezuela; mientras que, por el otro, fue relevante el asunto migratorio. Para sellar el mensaje en favor de la libertad y en contra de los “gobiernos opresores”, refiriéndose a Cuba, Venezuela y Nicaragua, presentó a Juan Guaidó, ofreciéndole el respaldo de su gobierno.

Así como en estos casos, el presidente Trump usó a ciertos personajes para poner énfasis en los mesajes que pretendía enviar a los norteamericanos. En el tema migratorio, por ejemplo, aludió a la construcción del muro y, sobre todo, destacó que con las políticas instrumentadas por su gobierno se había detenido la inmigración ilegal, mientras reconocía el destacado papel que tenía la patrulla fronteriza y se llevaba una buena dosis de aplausos el agente, Raúl Ortíz, para acaso guiñar el ojo al electorado latino.

En el juego de las emociones, quizás los momentos estelares del espectáculo ocurrieron cuando el presidente Trump tocó los temas de seguridad nacional e inclusión. En el primer caso, se trató de una suerte de alabanza a las fuerzas armadas norteamericanas por su lucha constante en favor de las libertades y en contra de lo que hoy su gobierno señala como el problema número uno: el terrorismo islámico. Aquí, destacó la labor del sargento, Townsend Williams, quien desde 2008 se encuentra en una misión en Afganistán, pero esa noche el presidente le tenía preparada una sorpresa a su familia, ya que el sargento se encontraba en el recinto para protagonizar el drama que supone la separación entre los seres queridos y los afectos amorosos que produce su reunión, al tiempo en que se sensibiliza a la audiencia. De inmediato, se producen prolongados aplausos, besos y abrazos entre la pareja, mientras los niños no atinaban a comprender lo que ocurría.

En el segundo caso, el tema que prepara el escenario es el de la educación y los problemas que esto significa para las familias, en general, para aquellas que viven en situaciones de pobreza. En este acto, el presidente destaca los esfuerzos de una madre soltera de color con dificultades para pagar la educación de su hija. De nuevo, el mensaje va dirigido a un sector específico de los espectadores con fines de ganar simpatía, para lo cual no se escatima esfuerzo alguno por apelar no solamente a los sentimientos sino, además, a las demandas legítimas de justicia social e inclusión.

Coincido plenamente con algunos analistas quienes señalan que sobre todo este constituyó un discurso de campaña del presidente Donal Trump. Agregaría solamente que se trató de un acto cuidadosamente planeado para producir ciertos efectos en un público básicamente crédulo que, en una cultura mediática como en la que actualmente vivimos, atribuye supuestamente un valor inobjetable a lo que mira através de los medios de comunicación. No obstante, debe reconocerse que el presidente Trump se desempeñó bastante bien en esta trama de para la seducción y demostró sus capacidades para comunicar los mensajes al público que desea convencer. Fue un simulacro perfecta y estratégicamente bien armado no solamente para el lucimiento del presidente, sino para fijar una agenda que permita ganar electores.

Independienemente de todo, un simulacro de este tipo puede ser calificado como bueno o malo si cumple con los objetivos previamente planeados. Sin embargo, no es una asunto menor si para ello se usan toda clase de artilugios e incluso las mentiras abiertas (como algunos analistas mencionan, que el presidente Trump mintió sobre la cantidad de empleos durante su gobierno) para ganar un debate que se traduzca en sufragios. Esto no es una revelación, todos los funcionarios mienten en algún grado. En la época en que un gobernante puede tener el arrojo de esgrimir falsedades, el presidente de los Estados Unidos demuestra su destreza para disparar mentiras sin pudor alguno.

Sin duda este resulta un panorama poco alentador, pero los cambios en la sociedad americana y los recursos informáticos que tiene ahora sobre todo la población más jóven, hacen al menos albergar que nada se define en un solo momento y para siempre. Ya lo veremos.

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