El redescubrimiento de nuestra casa

Los antropólogos tenemos un cierto halo conservador. Nos preocupamos cuando lo que llamamos “las tradiciones” (que nadie sabe bien a bien qué son) se mueven tantito. Algunos, por ejemplo, ponen el grito en el cielo si de pronto una tejedora inventa un nuevo diseño y rompe la tradición. O bien si los pasos de una danza se cambian, no faltará la antropóloga o el antropólogo que llore. Pero hay tradiciones que de verdad son profundas y cuando se alteran, conmueven. Recuerdo, hace bastante tiempo, allá por 1966-1968, estaba aún haciendo trabajo de campo en Amecameca de Juárez, Estado de México, poblado al pie de los volcanes Ixtaccíhuatl (Mujer Blanca) y Popocatépetl (Montaña que humea), estudiando la creencia en los nahuales. Me había ganado la confianza de una familia, por cierto matriarcal, en la que la jefa de  la misma, era curandera y “algo más” como dicen ahora los restaurantes. Solía llegar al atardecer a esa casa para conversar y escuchar lo que la Matriarca me relataba, mientras disfrutábamos de quesadillas, tlacoyos, tortillas con frijoles y café, sentados alrededor del tlecuil (Fogón). Eran momentos que me hacían amar más a la antropología, a la que concebía y concibo como un camino que me lleva hacia la gente. La palabra de la Matriarca era certera, precisa, cargada de “tradiciones” que venían de muy lejos, desde el alma profunda de los nahuas, pasando por las combinaciones coloniales hasta llegar a nuestros días. Me hablaba –a pregunta expresa- de las brujas y su mundo, como titula a un libro maravilloso Julio Caro Baroja, de cómo viven, cómo se expresan y cuál es la lógica de su existencia. Lo hacía al tiempo que cuidaba las llamas del fogón, observando al carbón, que brillaba con un color anaranjado en la penumbra de aquella cocina. La Matriarca disfrutaba sus propios relatos al contarlos a un joven estudiante que exploraba el alma de su propio pueblo.  Mientras la Matriarca hablaba, yo recordaba las lecturas de Fray Bernardino de Sahagún, que 500 años atrás escuchó estas mismas palabras de labios de los pocos sabios nahuas que sobrevivieron a la debacle. Las brujas volaban mientras los nahuales recorrían las calles de Amecameca en noches en las que las estrellas permanecían ocultas. Mientras volteaba los tlacoyos en el comal la Matriarca me miraba fijamente para captar mis reacciones ante sus relatos y escuchar mis preguntas que para ella eran alicientes para continuar. De vez en vez, entraba a la cocina una de sus hijas, mujer de ojos penetrantes y de hablar de arroyos, fluida la palabra, como rumor de agua. Se llamaba como la Virgen y era quien siempre me abría la puerta de esa casa para darme entrada al mundo de los nahuas. Escuchaba con atención las palabras de su madre, pero respetuosa, no intervenía, solo miraba mis reacciones y, en veces, tapándose los labios, encerraba una risa al  ver mi asombro ante las historias de la madre. Cuando ya la noche era avanzada, la Matriarca daba la voz de retirada para dar su lugar al sueño y estar al alba, al siguiente día. Me retiraba con los cuidados que siempre me aconsejaba la Matriarca al caminar las calles desiertas de Amecameca. Mi cabeza bullía tratando de asimilar aquellas conversaciones que traían carga de siglos. Muchos días después, ya graduado de antropólogo en la legendaria e inolvidable Escuela Nacional de Antropología e Historia, llegué a Amecameca una tarde y me dirigí a visitar a la Matriarca. Tardaron en abrirme. La mujer con nombre de la Virgen se alegró al verme y me estrechó la mano reteniéndola por momentos. Me condujo a la sala de la casa y allí vi a la Matriarca rodeada de los miembros de aquella familia extensa -casi un minilinaje- viendo como en profunda hipnosis la telenovela del momento que el “Tigre” Azcárraga lanzaba para diluir la imaginación del pueblo. Siéntate me dijo la Matriarca pero sin dejar de ver la dichosa telenovela, un engendro impresionante que tenía a toda la familia capturada. Allí, en ese momento, entendí qué significan los antropólogos cuando dicen que “una tradición ha muerto”.

En estos días de encierro he redescubierto mi casa, con mi esposa, mis hijas en lejanía. Solos, como iniciamos la vida en común, mi esposa y yo hemos vuelto a descubrir el arte de la conversación, el hablar de nuestras vidas, la alegría de escuchar cada mañana a los pájaros y ver el sol salir por el Oriente, como de manera obvia recalcaba Mao Tse Tung o Mao Zedong como se escribe actualmente. Tomar la tasa de café caliente, acompañada del pan de Coita que me traigo a toneladas cada vez que voy a Chiapas y conversar sobre cómo pinta la mañana, los sonidos que nos rodean, la vida pues, es maravilloso. Si algo nos dejará de bueno esta epidemia o pandemia, o como se llame, es el redescubrimiento de nuestra Casa y el poder de la palabra para disfrutar la compañía y sentir al mundo.

Ajijic. Ribera del Lago de Chapala. A 22 de marzo, 2020.

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