La lengua que hablan los hombres

Casa de citas/ 477

La lengua que hablan los hombres

Héctor Cortés Mandujano

 

No me ha sido fácil conseguir libros de D. H. Lawrence, pero todos los suyos que he leído no me han decepcionado. Me gustó mucho la colección de cuentos titulado El oficial prusiano, que leí en eBook. Las notas biográficas finales evidencian su compromiso literario, cómo la literatura estaba enlazada a su vida. Tenía tuberculosis y cuando escribía El amante de lady Chatterley, su novela más famosa (p. 129), “muchas páginas se vieron manchadas por la sangre que escupía”.

En “Las sombras de la primavera” Syson visita a Hilda, su antigua amante, quien vive en el campo. Él se ha casado con otra y ella tiene un nuevo amor. Ella le cuenta que todo está bien, pero él nota que hay algo en su tono que no denota felicidad. Syson le pregunta qué le falta a su amante para sentirse feliz con él, y ella le contesta (p. 34): “Las estrellas no son lo mismo con él. Tú podías hacerlas resplandecer y titilar, y los nomeolvides llegaban a mí como fosforescencias. Tú podías hacerme maravillosas las cosas”.

Ni siquiera se besan. Él se va y ella se queda, seguirán sus vidas distantes…

 

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Leí con mucho gusto El Caldero Fáustico: La narrativa de Sergio Pitol (UAM, 2006), de Laura Cázares Hernández, que es una colección de ensayos sobre los cuentos, las novelas, los libros biográficos y una entrevista colectiva hecha a Pitol, quien habla sobre sus obsesiones, su técnica, su concepción sobre la escritura…

El libro es una delicia para quienes hemos leído libro tras libro de este gran autor mexicano (p. 13): “Sergio Pitol (Puebla, 1933) es, aunque resulte contradictorio, un escritor veracruzano, ya que se crió en Potrero, Veracruz, y pertenece a la llamada Generación de Medio Siglo”.

Erudito como pocos, me encantó la sencillez para reconocer la influencia que tuvo en él el creador del popular cómic La familia Burrón (p. 137): “Mi deuda con Gabriel Vargas es inmensa. Mi sentido de la parodia, los juegos con el absurdo me vienen de él y no de Gogol o Gombrowicz, como me encantaría presumir”.

Algo de él que no sabía es su pasión por la dramaturgia (incluso ensayó la escritura de teatro con resultados fatales, cuenta), en sus dos vías: la representación y la lectura. Cuenta que (p. 231) “en mis obras narrativas me he permitido aprovechar muchos de los recursos de la técnica dramática”.

En Las preguntas de la vida (Editorial Ariel, 1999), de Fernando Savater, escribe este filósofo español que (p. 194) “en su drama A puerta cerrada, Jean Paul Sartre acuñó una sentencia célebre, luego mil veces repetida: ‘El infierno son los demás’”. Uno de los primeros libros de cuentos de Pitol se llamó, supongo que en alusión al título de Sartre, El infierno de todos; en Domar a la divina garza se sirvió del sainete español; en El desfile del amor el capítulo “La huerta de Juan Fernández”, dice (p. 232), “se inspira en la comedia homónima de Tirso de Molina”.

 

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Ilustración: Alejandro Nudding

Cada libro de Ítalo Calvino supone una búsqueda, algo que él no ha hecho antes. Eso me encanta. No me gustan los escritores que repiten y repiten su fórmula, salvo que sean geniales (la Woolf, Lobo Antunes, dos o tres más).

Leo de Calvino, Orlando furioso narrado en prosa del poema de Ludovico Ariosto (Siruela, 2014). Primero fue el Orlando enamorado y luego el Orlando furioso, publicado en su versión final en 1532, y éste último es de los pocos que Cervantes, en el Quijote, rescata de la hoguera.

La versión de Calvino no excluye largos fragmentos de los cuarenta y siete cantos escritos por Ariosto; antes y después Ítalo nos pone en contexto, nos informa, nos cuenta lo necesario para disfrutar de lo suyo y lo prestado. Comparto algo de la maravilla de este libro.

Un brujo pasa volando montado en su caballo, por la noche. Los parraquianos que acaban de llegan a un hostal se intranquilizan por el sonido. El hostelero les explica (p. 39): “Pasa volando todas las noches, no hay que hacerle caso. Es un caballo, un caballo con alas montado por un mago. Si ve a una mujer hermosa, baja y la rapta. Por eso huyen las mujeres: las bellas y las que creen serlo, es decir, todas”.

Orlando se vuelve loco de amor. Enloquece cuando comprueba que Angélica, la mujer de la que está enamorado, ha entregado cuerpo y alma a otro. Llora y llora (p. 113): “Estas ya no pueden ser lágrimas pues debo de haberlas derramado ya todas; lo que sale de los ojos es la esencia vital que me está abandonando”.

Astolfo, montado en su Hipogrifo, va a la luna. Allá encuentra a San Juan Bautista (el libro mezcla, sin resfríos, héroes griegos y santos bíblicos) y medita algo importante (p. 146): “En el universo jamás se pierde nada. Las cosas que se pierden en la Tierra, ¿dónde van a parar? A la luna”. Orlando perdió el juicio, Astolfo lo encuentra en la luna y se lo trae. No batalla mucho para encontrarlo porque (p. 148) “es natural que el depósito donde se conservan las razones perdidas sea un lugar muy ordenado. Cada ampolla lleva el rótulo con un nombre”. El que busca dice, claro: Juicio de Orlando.

 

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Me compré hace mucho, en un supermercado, una colección de antologías de poemas clásicos, que reviso con frecuencia. Leo ahora Poesía dramática (Edimat libros, 1998) y comparto contigo lector, lectora, algunos hallazgos.

En “Proverbios morales”, Alonso de Barros, quien murió en 1598, da muchos consejos, entre otros éste (pp. 33-34): “Ni hay vida más deleitosa/ que el estudio en cosas varias”.

Luis de Góngora (1560-1627) describe a un pastor (p. 49): “Las venas con poca sangre,/ los ojos con mucha noche”.

Lope de Vega (1562-1635) escribe un soneto “A la noche”; los últimos tercetos dicen (p. 57): “Que vele o duerma, media vida es tuya;/ si velo, te lo pago con el día,/ y si duermo, no siento lo que vivo”.

Me encantó el “Canto a Teresa”, de José de Espronceda (1808-1842). Se enamora de la mujer a la que considera casi una santa y luego la desprecia, por lo contrario. Dice (p. 132): “Tú fuiste un tiempo cristalino río,/ manantial de purísima limpieza; después torrente de color sombrío,/ rompiendo entre peñascos y maleza,/ y estanque, en fin, de aguas corrompidas,/ entre fétido fango detenidas”. Siente vergüenza y pena, dice (p. 136): “Y me divierto en arrancar del pecho/ mi mismo corazón, pedazos hecho”; concluye, refiriéndose a sí mismo: “Que haya un cadáver más, ¿qué importa al mundo?”.

En contraste, con dulzura se expresa Federico Balart (1831-1905), en “Restitución”, con canciones a su amada (p. 158): “¡Canciones que, por santas, no tienen nombres/ en la lengua grosera que hablan los hombres!”.

Contactos: hectorcortesm@gmail.com

 

Un comentario en “La lengua que hablan los hombres”

  1. san_juan72
    15 abril, 2020 at 12:10 #

    gracias por las sinopsis textuales

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