Mis tres novelas sobre pandemias
De tres novelas que he leído sobre pandemias, la que me dejó una sensación de terror y angustia fue El diario del año de la peste, de Daniel Defoe.
A través de esa crónica puntual de la devastación, el autor de Robinson Crusoe nos lleva por escenarios llenos de tristeza y dolor causado por la peste que asoló a Londres entre 1665 y 1666 y que acabó con el 25 por ciento de la población.
Daniel Defoe, quien nació entre 1659 y 1661, estaba muy pequeño para recordar con precisión este acontecimiento, así que entrevistó a sobrevivientes y consultó archivos parroquiales de aquella devastación.
Ese texto podría ser considerado uno de los primeros reportajes apoyados en la crónica en la historia del periodismo, aunque bien sabemos que Defoe, como novelista, inventó personajes que no debieron estar muy alejados de la realidad.
Cuando leí El diario del año de la peste sentí, desde el principio la zozobra por la fragilidad de la vida, y ahora con el covid, al recordarlo me sigue transmitiendo la sensación de incertidumbre, pero también de esperanza de rehacer la vida y recuperar la alegría, después del dolor.
La peste, de Albert Camus, tiene como propósito también llevarnos al padecimiento diario de la desgracia a través de la crónica en Orán, Argelia. El deber del cronista, dice, es escribir “esto pasó, cuando sabe en efecto que pasó, lo que interesó la vida de todo un pueblo y, por lo tanto, hay miles de testigos que en el fondo de su corazón podrán estimar la verdad de lo que se dice”.
La gran duda que se plantean las autoridades es en qué momento declarar la peste, porque eso significa aislar la ciudad, aislarse del mundo, para no propagar la enfermedad. Algo que si hubiera hecho China nos habría ahorrado estas amarguras que estamos viviendo. Los gobernantes de Orán, apoyados por los médicos, deciden que la ciudad debe quedar cercada para proteger al mundo.
Ahí, en esa cuarentena de la peste quedan atrapados turistas y visitantes ocasionales, entre ellos Rampert, un periodista, que decide no escribir sobre la peste, sino regresar a París al lado de su esposa. “Yo no he venido al mundo para hacer reportajes. A lo mejor he venido solo para vivir con una mujer. ¿Es que no está permitido?”.
Al principio de la cuarentena, escribe Camus, nadie se sentía cesante, “sino de vacaciones”, y muchos esperaban que la epidemia se detuviera y que quedaron a salvo ellos y sus familias.
“La gente había aceptado primero al estar aislada del exterior como hubiera aceptado cualquier molestia temporal que no afectase más que a alguna de sus costumbres. Pero de pronto, de estar en una especie de secuestro, bajo la cobertera del cielo donde ya empezaba a retostarse el verano, sentían confusamente que esta reclusión amenazaba toda su vida y , cuando llega la noche, la energía que recobraban con la frescura de la atmósfera les llevaba a veces a cometer actos desesperados”, escribe Camus, como si hablara de nuestra pandemia.
Al final, las personas doman la plaga, vuelven los festejos y los trenes con sus mercancías de otras ciudades. Pero no puede ser, dice el escritor, una victoria definitiva. “No puede ser más que el testimonio de lo que fue necesario hacer y que sin duda deberían seguir haciendo contra el terror y su arma infatigable, a pesar de sus desgarramientos personales, todos los hombres que, no pudiendo ser santos, se niegan a admitir las plagas y se esfuerzan, no obstante en ser médicos”.
La otra epidemia, retratada por una novela, aparece de fondo, sin ser el tema principal. Se trata de El amor en los tiempos del cólera, de Gabriel García Márquez.
Esa epidemia grande, dice, cobró sus primeras víctimas en los mercados, y en dos semanas los cementerios de las iglesias fueron insuficientes para enterrar a tantos caídos en la batalla, sobre todo los negros, que eran los más pobre y que vivían en condiciones de hacinamiento.
El cólera se hizo endémico en la región del Caribe, y los barcos, con pasajeros infectados debían izar la bandera amarilla del cólera morbo, lo cual los convertía en barcos fantasmas sin posibilidad de atracar en ningún puerto.
A los amantes otoñales, víctimas del amor, tan parecido al cólera, porque “los síntomas del amor, dice, son los mismos que del cólera morbo”, deciden navegar con la bandera de la peste, para llevar la reclusión estricta a la que tienen derecho los enamorados. Por eso, cuando el capitán pregunta al octogenario enamorado:
“–¿Y hasta cuándo cree usted que podemos seguir en este ir y venir del carajo?
“Florentino Ariza tenía la respuesta preparada desde hacía cincuenta y tres años, siete meses y once días con sus noches.
“–Toda la vida -dijo.”
La literatura nos permite vivir otras vidas, otras cuarentenas, otros miedos y experiencias, y creo que estas tres novelas nos muestran otras épicas de la gente alzándose contra el destino.
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