La epidemia del siglo XX que acabó con el 10 por ciento de la población en Chiapas
A inicios de octubre de 1918, una extraña gripa, que provocaba fiebre de más de 39 grados, pulsaciones rápidas, dolor abdominal intenso y pulmones destrozados, empezó a contagiar habitantes de la Costa de Chiapas y del Soconusco.
Arriaga y la Estación Jalisco, de Tonalá, fueron los primeros lugares en sentir los embates de la enfermedad. Siguieron después Huixtla y Tapachula. Según el periódico oficialista Chiapas Nuevo a principios de noviembre ya se había contagiado más del 65 por ciento de los tapachultecos. Los decesos eran constantes. La influenza lo mismo atacaba a niños, jóvenes que a ancianos.
El ferrocarril se convirtió en el gran propagador de esta enfermedad, que inició en Kansas, Estados Unidos, ocho meses antes, pero que curiosamente se le llamó influenza española, por la gran cobertura noticiosa que había recibido de los periódicos madrileños.
Las autoridades de Tuxtla se pusieron en alerta ante las noticias que llegaban de la Costa. Como previsión, crearon Juntas de Sanidad y establecieron controles para evitar que arribaran personas contagiadas a la capital. Los médicos aventuraron que aquí el virus atacaría de forma “benigna”, sin causar tantos desbarajustes. Se estableció un cordón sanitario para proteger la ciudad. Se quemó la basura almacenada. Se limpiaron las calles. Se rellenaron pozas y lagunas. A los viajeros, que procedían de la Costa, se les sometíó a cuarentena. Se desinfectaban mercancías y equipajes.
Con la sospecha de que el virus pudiera ser transmitido por mosquitos, se pidió a fabricantes de jabones, de aguardientes y curtidurías que incineraran los desechos. Fueron prohibidos los establos y desaparecidos los albañales.
Todo fue inútil. A principios de noviembre la influenza ya estaba en Tuxtla. Las bajas fueron menores en esa primera quincena. Siete u ocho muertos decían los comunicados de prensa. Nada de qué alarmarse, nada de qué preocuparse.
A partir de la tercera semana de noviembre comenzaron las angustias. Se multiplicaron los enfermos y los muertos. El 20, hubo 10 fallecidos; el 21, 15, y el día de más bajas fue el 29 de noviembre, cuando murieron 23 tuxtlecos.
En otras poblaciones las cifras de defunciones eran asimismo desalentadoras. Caían por decenas. No había tiempo de llorar a tantos muertos. Había rumores, fake news, remedios milagrosos y políticos que aprovechaban la epidemia para hacer campaña. Pablo Villanueva, candidato a gobernador, aprovechó para enviar dinero a los enfermos de Comitán, lo cual fue ampliamente publicitado por El Obrero.
El cubano Tomás O. Mallofret, hombre de mil oficios, patentó un remedio para curar definitivamente la influenza. La fórmula, hecha pública para beneficio de los habitantes, consistía en macerar, durante 15 días, un cuarto de aguardiente comiteco, un cuarto de chile blanco y un montón de hojas de yerbabuena. Ese líquido picoso, debía ingerirse con los primeros síntomas de la enfermedad. Y adiós molestias. Todos como nuevos. Borrachos y sanos.
Pero no sirvió el comiteco, ni el chile blanco. Al final, según informó Chiapas Nuevo, por lo menos el diez por ciento de chiapanecos, unos 42 mil, falleció a causa de la influenza. Tapachula (26 mil 469 habitantes, según el censo de 1920) y Tuxtla (15 mil 975) encabezaron la lista con 536 decesos la primera y 331, la segunda. Las zonas indígenas sufrieron su dolor ignorados, sin que pudiera documentarse el número real de muertes.
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