Nuestro desencanto comunicacional

Debió haber sido un poco antes de la mitad de la pasada centuria cuando se construyó la primera computadora, un prometedor pero gran armatoste que ocupaba el espacio de un departamento familiar. En las películas de El Santo ya se presentaban rudimentarios aparatos que adelantaban la era de la comunicación planetaria actual.

Aunque estos primeros esbozos o prototipos de máquinas que podían realizar apenas algunas operaciones matemáticas estuvieron diseñados con fines bélicos, ni duda cabe que la invención humana en estos terrenos ha sido no solamente impresionante sino que, además, ha procurado amplios beneficios para la sociedad.

Impresionantes en sus diseños, estos aparatos resolvían ecuaciones simples que hoy en día causarían extrañeza frente a la multiplicidad de capacidades que tienen los artefactos que ahora portamos en nuestras manos. En efecto, computadoras portátiles, tablets y los celulares, más allá de los símbolos de distinción con que se suelen diferenciar clases sociales, contienen una gran cantidad de funciones que el usuario medio no es capaz de aprovechar en toda su capacidad.

Los hoy ya famosos smartphones o teléfonos inteligentes poseen no solamente un gran alcance sino, también, un almacenamiento de datos sorprendente, pese a que nuestra vida ultramoderna nos hace creer que eso ya forma parte de la normalidad. Estos dispositivos combinan la capacidad de almacenamiento de datos de una computadora, con las características propias de un teléfono.

En la época de las redes sociales, nos recuerdan Villoro y Stavans, platicar es algo pasado de moda o, peor aún, es el síntoma de un arte cada vez más en desuso. Me atrevo a pensar que hay algo catastrofista en sus miradas, pero quizás algo de razón les asiste. Sospecho, también, que hay algo elitista en el lapidario diagnóstico que nos ofrecen porque frente a la escasez de recursos y en la vida comunitaria, el diálogo cara a cara no solamente se mantiene sino que convive con otras formas de expresión.

Los programas o las llamadas apps aunque nos permiten distintas maneras de interactuar entre nosotros y con las máquinas, el uso que hacemos de algunas de ellas resulta una maldición o un tortuoso camino en el que fácilmente perdemos el piso.

Todos nosotros mantenemos comunicación instantánea a través del celular. La app más famosa para tal fin es, sin duda, whatsapp. Inicialmente diseñada y usada para enviar mensajes de texto instantáneos, whatsapp ha transitado hasta casi simular conversaciones cara a cara a través de videollamadas. No solo eso, en estos tiempos de pandemia, está disponible una herramienta que permite realizar charlas con varios participantes a la vez. Esta aplicación, como la mayoría de su tipo, ofrecen entonces la posibilidad de enviar mensajes de voz, texto y video.

Aunque tenemos un problema de conectividad en el país y una distribución por clases de los dispositivos de comunicación más modernos, de modo que solamente quienes tienen altos ingresos pueden acceder a los celulares de gama media o alta que, por sus componentes, son capaces de almacenar gran cantidad de datos; lo cierto es que este tipo de dispositivos están disponibles cada vez más para un público masivo.

No obstante, la masificación de estos artefactos de la comunicación moderna permiten que la comunicación sea posible hasta en comunidades y pueblos apartados del país. En localidades rurales e indígenas del sur de Veracruz, por ejemplo, existe un porcentaje nada desdeñable de hogares que poseen al menos un celular. Tatahuicapan de Juárez, es un caso singular en ese sentido porque el 43% de los hogares tiene al menos un celular. Con ciertas dosis de certeza supongo que la mayoría, sino es que todos esos hogares que cuentan con semejantes dispositivos, tienen acceso a una aplicación como la de whatsapp. Por lo tanto, se comunican por esas vías sin que ello exija la copresencia de sus interlocutores.

Es cierto que ello no significa necesariamente que exista un diálogo, entendiendo por ello la posibilidad de intercambiar puntos de vista sin ningún tipo de coacción y asumiendo que esto presupone una comunicación racional, porque pueden existir múltiples interferencias que hagan de la conversación un monólogo o simplemente que esta sea más bien una competencia para saber quien dispara más palabras por segundo. Así, una conversación ideal, supone escuchar los argumentos de nuestro interlocutor y luego respondemos, aunque esto no necesariamente ocurre de esta forma en la realidad.

Participo en varios grupos y mantengo comunicación con cierta cantidad de contactos a través de mi celular. Pero, ciertamente, no solo la comunicación atraviesa por determinados filtros sino que, además, con frecuencia es difícil el diálogo cuando una de las partes despliega en toda su plenitud su incontinencia verbal. En alguna ocasión me ocurrió que cuando conversaba con alguien, hice un comentario que no le gustó a mi interlocutor y eso desató una metralla de mensajes que hacían evidente el mal entendido. Le dije que no era necesario que me enviara tanto mensajes, que lamentaba mucho que lo asumiera como un ataque personal cuando no era esa mi intención, pero ya había algo que no se podía contener. Me respondió que no me estaba ametrallando con mensajes y fue entonces que le hice una estadística para hacerle ver lo que estaba ocurriendo. Le dije, mira, en menos de 10 minutos hemos cruzado alrededor de 40 mensajes, de los cuales el 80% son de tu autoría y el resto míos. A eso llamo una cascada de mensajes. Pero lo peor no es la cantidad, sino las interferencias que impiden que el diálogo fructifique.

Por fortuna, esto nada más resulta un caso fortuito en donde la tecnología ofrece la ventaja de facilitar la comunicación, aunque a menudo somos los humanos los que hacemos que ella fracase para nuestra desgracia.

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