Lo que uno ama

Casa de citas/ 498

Lo que uno ama

Héctor Cortés Mandujano

 

Siempre tengo la suerte de que mi amigo René Morales me regale sus libros. Lo hace ahora con Luz silenciosa bajando las colinas de Chiapas (Editorial Cultura, 2018), poemario que ganó el XIII Premio Mesoamericano de Poesía Luis Cardoza y Aragón, y del que tomo algunas líneas para compartir contigo lector, lectora.

Escribe René en el “Salmo 47” (p. 21): “La selva ahora es un Oxxo/ la casa en donde nací hoy es un Oxxo/ mi país es un Oxxo que vende sangre enlatada”.

Los poemas de este pequeño e intenso libro son dramáticos, trágicos, por eso llama la atención éste, “Inmacula”, que rebosa optimismo (p. 28): “Con la edad he ido tomando/ el mal hábito de ir perdiendo vicios/ irónicamente voy a terminar como comencé/ intacto/ rebosando esperanza/ como un sol enorme/ iluminando las calles/ sin saber por qué”.

Hay meditaciones sobre lo aprendido, por ejemplo, en “The Rover” (p. 43): “Entendí lo que era el amor/ la ocasión en que un hombre/ alucinando por la anestesia/ no paraba de llamar a su madre muerta”.

El libro tiene textos que son más bien reseñas históricas. De esa Historia devienen las líneas poéticas, la historia del propio René (p. 58): “La libertad es simplemente huir/ desbocado hacia uno mismo”.

 

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Leo y disfruto con las imágenes de La Grecia clásica (Ediciones Culturales Internacionales, 2001), libro lujoso y de gran formato, que es parte de la enciclopedia Las grandes épocas de la humanidad, escrito por C. W. Bowra. De sus bellas páginas, te comparto lector, lectora, estas líneas.

Un poema de Safo (p. 58): “Unos dicen que lo más hermoso/ sobre la negra tierra/ es una hueste de caballería,/ otros que un ejército de infantes;/ algunos que una flota de navíos,/ pero yo digo/ que lo más hermoso es lo que uno ama”.

La literatura universal, especialmente la que llamamos clásica, porque ha trascendido su tiempo, está llena de niños abandonados. Y esa, en realidad, fue una práctica en muchas culturas, también en la griega (p. 80): “El niño griego crecía en un mundo encantador si lograba sobrevivir los quince días. Diez después del nacimiento, el padre podía inspeccionar al bebé y, si lo encontraba deforme o débil, ordenar que lo dejaran a la intemperie en algún lugar público para que muriese”.

Hay muchas imágenes de atletas desnudos, en el arte griego. Esa era la costumbre en las olimpiadas (p. 131): “Salvo en raras ocasiones, los juegos se celebraban entre atletas desnudos. Para los griegos la desnudez era el modo normal de hacer ejercicios, y fomentaba el orgullo de estar en buena condición física”.

Ilustración: HCM

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Desde hace tiempo leo muchos libros sobre neurociencia. Uno de los más recientes ha sido El cerebro inconsciente. Los automatismos de nuestra mente (Editorial Salvat, 2019), de Marcos Quevedo Díaz. De varias de sus páginas hice este resumen:

Nacemos sin que el cerebro haya madurado, por eso dependemos durante los primeros años de asistencia (mamá, papá, familia si nos va bien; el-la que sea, si no nos va tan bien). Nuestra posibilidad de reproducirnos se logra antes de que nuestro cerebro tenga la madurez requerida para enfrentar las obligaciones de hacer una familia. Aprendemos más y mejor en la niñez y la adolescencia, pero nuestro cerebro está inmaduro.

La mielina, que recubre las neuronas, comienza a hacerlo de los pies a la cabeza y este “cableado neuronal” no se completa sino hasta los 25-30 años, que es cuando ya somos autoconscientes y estamos al máximo de nuestras capacidades físicas y mentales. La última región que se mieliniza es la corteza prefrontal, cuya misión es emitir juicios de valor y es una especie de freno a nuestras conductas primitivas y a nuestros deseos más inmediatos. Antes de esa edad, especialmente en la adolescencia, estamos a merced de nuestros instintos más básicos: el cerebro inconsciente nos gobierna.

 

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Desde que supe de su publicación, quise comprarlo, porque yo también soy un cazador de palabras raras. En cuanto lo tuve entre manos lo leí, complacido. Es Funderelele y más hallazgos de la lengua (Planeta, 2018), de Laura García Arroyo, quien dice en sus primeras páginas (p. 6): “¿Cuántas palabras existen en nuestro idioma y cuántas usamos en nuestro día a día? Trescientas. Ésa es la pequeña cantidad de términos con los que solemos comunicarnos en la cotidianidad. […] (Nuestro idioma) cuenta con cerca 300 mil palabras registradas. Eso es… ¡un 99.9% del vocabulario queda en los diccionarios sin usarse!”.

Laura García nos comparte una lista no pequeña de palabras, con sus significados y un ensayito que las contextualiza y donde ella nos cuenta, soterradamente, su biografía. El libro, además, es muy lindo: tiene ilustraciones, colores, tipografía varia. Una monada.

Hay palabras que ya me sabía y hay muchas de las que no tenía ni idea, pero que me encantaron. Por ejemplo, “Petricor”, que es el “olor que produce la lluvia al caer sobre tierra seca”, un olor que a mí me trae el recuerdo de las lluvias en mi infancia. Dice la autora (p. 41): “Para muchos animales este olor es una guía para encontrar agua en el desierto o una señal para detectar el momento en que algunas especies deben cambiar algo en su ciclo vital”.

Algunas palabras son conocidas, pero aquí se aclara su origen. “Pedante”, por citar una de ellas, fue en su inicio el (p. 44) “maestro que enseñaba gramática a los niños yendo a sus casas”.

Leí la palabra “oxeando” y su significado a pie de página “ahuyentando”, en los Entremeses (Porrúa, 1997:51), de Cervantes. Aquí se define oxear como “espantar o ahuyentar a las aves domésticas o a algunos insectos” y reflexiona Laura sobre las palomas, a las que gusta oxear (p. 51): “Palomas. Representación de la armonía, la pureza y la sencillez. ¿Cómo demonios este bicho ruidoso, contaminante e invasor llegó a convertirse en símbolo de la paz? ¡Por cada mil millones de grises encuentras una blanca, jamás se ven con una rama de olivo en el pico, son una amenaza para monumentos y portan enfermedades peligrosas!”.

Luego de escribir sobre la palabra Letológica (“Incapacidad para recordar una palabra que se quiere decir”), Laura nos regala una muy cercana a ésta: Lezotecnia (p. 69), “es decir, el arte del olvido”.

Me gustan los nombres de los dedos (Graves se detiene en ellos en La diosa blanca) y me encantó saber que el dedo gordo del pie se llama (p. 78) “Hallux”.

Para mí, la palabra barbiquejo (“correa que sujeta una prenda de la cabeza, un sombrero o casco, por debajo de la barbilla”) es una palabra muy común, dado que nací en una finca y usar sombrero era de todos los días. La cinta o correa, dice Laura (p. 129), “se amarra bajo la barbilla y el quejo, es otra forma de llamar a la mandíbula”.

Contactos. héctorcortesm@gmail.com

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