Aquel cubículo

En el año de 1966 tuve la oportunidad de ingresar a la entonces Sección de Antropología del Instituto de Investigaciones Históricas de la UNAM. El Director del Instituto era el Dr. Miguel León-Portilla mientras el Jefe de la Sección lo era el Dr. Juan Comas. Don Miguel, como se le decía a León-Portilla, era un historiador muy reconocido, hablante del náhuatl y autor de un libro muy difundido: La visión de los vencidos. Por su parte, Juan Comas, republicano español, le había dado un amplio apoyo a la disciplina de la Antropología Física además de contribuir notablemente a la historia de la antropología en México. Eran, ambos, personajes de renombre internacional. En la Sección de Antropología, situada en la antigua Facultad de Ciencias en la Ciudad Universitaria, trabajaban notables investigadores: el Dr. Mauricio Swadesh, notable lingüista, autor de los métodos de cronología lingüística más avanzados en aquel momento. Trabajaba también en aquella Sección, la lingüista Evangelina Arana, esposa de Swadesh y célebre por sus contribuciones de campo en el estudio de las lenguas nativas de México. También era parte de aquel grupo de investigadores, el Dr. Santiago Genovés, famoso antropólogo físico, navegante en una balsa para probar que si era posible la migración por mar hacia nuestro continente. Don Eduardo Noguera era un arqueólogo de renombre al lado de Carlos Navarrete, que ya era ampliamente conocido como un docente eficaz y un etnógrafo notable. Allí estaba también José Rendón, lingüista, discípulo de Swadesh y de Evangelina Arana, que propuso el concepto de comunalismo, tan aplicado en la etnología de Oaxaca. Por supuesto, el etnólogo de la Sección era Guillermo Bonfil que compartía cubículo con Fernando Horcasitas, excelente historiador del mundo nahua. A ese cubículo ingresé en el año de 1966, contratado como ayudante de investigación, con un salario de 1,000 pesos mensuales, a los que se descontaban 50 pesos de impuestos. Además, contaba con cincuenta pesos diarios cuando hacíamos trabajo de campo.

Miguel León Portilla.

Para un estudiante era un espléndido salario en aquel D.F en el que en las fondas de comida corrida cobraban 5 pesos por tres platos y un refresco. Los tacos más caros valían un peso: una torta, 3 pesos. La entrada al Cine Gloria, para ver hasta cinco películas, valía un peso con cincuenta centavos. La caguama de a litro, 3 pesos. Una botella de excelente tequila, 9 pesos. En aquel cubículo que compartían Horcasitas y Bonfil se me asignó un lugar, con un buen escritorio y todos los materiales para llevar a cabo las tareas que me asignaba Bonfil. Este había diseñado un proyecto de investigación para estudiar los patrones de asentamiento de lo que él llamó la “Región de Chalco-Amecameca-Cuahtla”. Mi trabajo consistía en  asistir a Bonfil tanto en el trabajo de gabinete como en el trabajo de campo. De hecho, con él aprendí a trabajar el campo como antropólogo. Dada la personalidad de Guillermo Bonfil, aquel cubículo era el centro de animación de la Sección de Antropología. Era frecuentemente visitado por los propios investigadores de la Sección y por personajes externos que llegaban a consultar a Bonfil o simplemente a conversar. En ese cubículo, una mañana espléndida, conocí a Calixta Guiteras, que llegó a platicar con Bonfil. Terminamos en una memorable cantina de Coyoacán. Aquel cubículo estaba situado exactamente frente al que ocupaba Juan Comas, quien en repetidas ocasiones salía para llamar la atención ante las carcajadas que salían de aquel cubículo. Por supuesto, como ayudante de investigación, tenía la obligación de llegar a las ocho de la mañana y abrir el cubículo. El segundo en llegar era Fernando Horcasitas que aprovechaba la ausencia de Bonfil para solicitar mi ayuda: él estaba preparando su obra magna, El Teatro Náhuatl y me asignaba la tarea de leerle páginas enteras escritas a máquina, que él seguía en la copia hecha con “papel carbón”. Yo sabía pronunciar el náhuatl gracias a los cursos que llevé en la ENAH con el gran etnohistoriador que fue Wigberto Jiménez Moreno.  Al llegar Bonfil, cambiaba de concentración para hacer las tareas encargadas por él. Bonfil solía llegar hacia las 10 de la mañana. Al dar las once exactas, se levantaba de su silla y exclamaba: ¡es la hora!  Así que casi a hurtadillas, para que Comas no lo notara, nos escabullíamos de aquel cubículo para dirigirnos a la cafetería de la Facultad de Ciencias Políticas. Allí, en mesa redonda, se reunían Pablo González Casanova, Enrique González Pedrero, Víctor Flores Olea, Juan Brom, Henrique González Casanova, por supuesto, Guillermo Bonfil, y otros estudiantes más, que fungíamos como ayudantes de investigación. Aquella tertulias eran toda un aula para nosotros, estudiantes que gozábamos del privilegio de ser ayudantes de investigación de tan destacadas figuras. Sin duda, eran parte del núcleo de la izquierda académica mexicana de aquellos días.  Las horas pasaban volando. El círculo de estudiantes se ampliaba y rodeaba de pie a aquella mesa. Cuando volvíamos para ingresar de nuevo a aquel cubículo, no se dejaba esperar el regaño de Juan Comas, que tildaba a Bonfil de perder el tiempo en cafeterías. Yo, por supuesto, me escudaba en que debía seguir lo que me ordenaba mi maestro y jefe: ir con él. Nunca pudo Juan Comas descifrar el por qué de aquella costumbre. Varias tardes me lo encontré paseando en Coyacán, años después, y conversábamos comentando aquellos días. Comas era un excelente científico y una gran persona.

Escribo estas líneas en recuerdo nostálgico de aquellos días. Pero también me impulsa el deseo de que los estudiantes de hoy valoren las experiencias extra aula y la importancia de contar con un círculo de maestros como aquel que mencioné. No menos importante es pensar en el papel central que jugaron las cafeterías universitarias en la formación intelectual del estudiantado y como un espacio de reflexión, como un contexto en donde floreció la actitud crítica, el sentido analítico de las ciencias sociales, la palabra precisa para caracterizar situaciones y examinar ideologías. Con Ángel Palerm, allá en la década de los 1970, tuve el privilegio de repetir esa experiencia en el “Café Blanco” de la Universidad Iberoamericana cuando estaba situada en la Avenida de las Torres. Palerm dictó memorables lecciones en aquella cafetería al igual que Pedro Carrasco, Paul Kirchhoff, Eric Hobswam, y varias figuras más, señeras de las ciencias sociales. Aprendí a valorar todo ello. Hago esta memoria porque ahora que estamos en confinamiento hago votos porque no se nos haga costumbre hablar con los estudiantes a través de la computadora. Hago votos para que esta situación sea pasajera y volvamos a los días en que la interrelación personal es parte del método pedagógico y del aprender el pensamiento crítico.

Ajijic. Ribera del Lago de Chapala. A 21 de febrero de 2021.

 

 

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