La clase política

Ya se sabe que los políticos son esa extraña raza humanoide que no escatima ninguna ocasión para verter su enraizada esencia a todo lo largo y ancho de nuestras realidades inmediatas. O lo que es lo mismo: sacar el cobre a discreción. Nadie quisiera pensar cuánto esperan estos momentos, por mucho tiempo: el de las campañas, para sentir que están en la libertad de demostrar, por enésima vez, lo infames que pueden ser sin inmutarse un sólo pelo. Porque de eso se trata, de ser capaces de cualquier indecencia y no darse cuenta, siquiera, que lo están haciendo. Pero a veces sí se percatan, entonces sería peor, porque esa amabilidad y sonrisitas fingidas en honor a la salvación del pueblo pueden convertirse en un repulsivo gesto de protagonismo al servicio de la más perfecta representación del cinismo.

 

Para nadie es un secreto que si hay algo que en realidad enfurece a la gente común son las campañas políticas. Más que nada, se han convertido en un ridículo espectáculo donde el dispendio, la palabrería y las acartonadas poses discursivas forman parte de un obsceno y vulgar sinsentido. 

 

Se supone que la vocación primaria de todo político es servir a la gente, poner su trabajo para ayudar a que la comunidad pueda generar desarrollo, en todos los sentidos posibles. Si lo vemos bien, es una de las más importantes profesiones que existen. ¿Qué más honorable labor puede haber que el saberse útil, al servicio de nuestra gente, aportando ideas y trabajo para que todos sus integrantes puedan ser más felices? Ahora resulta todo lo contrario, la política (la formal, la partidista) es lo más desprestigiado que existe, no sólo en México sino en el resto del mundo. Es una de las instituciones más desvinculadas con lo que la gente necesita y quiere, por eso su obsolescencia y, cada vez más, su desarraigo como una práctica seria.

 

Y es que no se entiende que no entiendan. La clase política en las campañas se toma fotografías con heladas sonrisas, muecas que intentan ser amables pero son rictus horrorosos de fingida felicidad; la palma de la mano en el lado del corazón o el dedo pulgar arriba (¿Qué significará exactamente ese gesto? ¿Todo está muy bien? ¿Me siento perfectamente saludable, laborable, emocionable? ¿Por qué no mejor unos cuernos metaleros para la banda o el puño elevado con la cabeza cabizbaja?); frases anquilosadas y fuera de toda realidad, donde se retocan ideas vagas del progreso, bienestar, “combate a la pobreza”, futuros prometedores, dineros para todo el mundo, etc. Una realidad que no es de este mundo.  

 

Samuel García es un joven político regiomontano. Empresario próspero, quiere ser gobernador de su estado, Nuevo León. Ha saltado a la fama mediática no por sus acciones políticas sino por sus declaraciones. Educado en el machismo y en la acumulación, resalta una que dio la vuelta en las redes sociales cuando dijo que conocía a gente que incluso podía vivir bien con un sueldo de 40 o 50 mil pesos al mes… No está mal que alguien como él pueda decir eso. Hijo de ricos, su referencia es esa para clasificar lo que él vislumbra como clases sociales. Lo malo es que es político y quiere gobernar a todo un estado. Pregunta: ¿A quién gobernará? Sin la menor idea de que por lo menos 90 por ciento de los mexicanos ni remotamente pueden ganar esos sueldos. El joven García quiere ser un líder de la gente, o de cierto tipo de gente que, seguramente, vivirá en un planeta lejano y distante del nuestro.

 

A Layda Sansores, experimentada política campechana, le tuitearon que usaba sandalias de 60 mil pesos, una suma desorbitante para un calzado. Ilusa y predicadora de la austeridad, reviró: no nos hagamos weyes, las sandalias no valían eso, sino “apenas” 25 mil pesos. Por supuesto no se dio cuenta. Para la senadora hay mucha diferencia entre gastar 60 mil pesos en una chanclas que 25. Hay niveles. No sea que con zapatos baratos la confundan con el pueblo. Ese que estará muy contento de ver a su candidata acicalada con el estilo Gucci arengar a las masas.

 

Don Ricardo Anaya es famoso desde que compitió para la presidencia. Güero, rico y con sus hijos viviendo en Estados Unidos, quiso ser presidente de un país prieto, pobre y que nunca irá a Gringolandia, a no ser como migrante. Después de perder la elección, se guardó un tiempo hasta que, con toda seguridad, después de tanta meditación profunda se le ocurrió ir a recorrer el país, el de abajo, el que trabaja jornadas enteras y gana miserias. Conservador y creyente, montó un reality show para mostrar a los mexicanos que en México hay pobres; que existe una población llamada “campesina” y se la pasa muy mal, la verdad. Y encima beben cerveza. Pero son agradecidos y hasta a los güeros los tratan bien. Lo cortés no quita lo miserable, sería una frase política contundente de Don Ricardo. 

 

Es difícil entender a esta gente. No es malo que sean pudientes y acaudalados o que gasten su dinero en lo que quieran y puedan. Forman parte de una clase social privilegiada que, por una u otra razón, monetariamente están por encima del resto de los mexicanos. Lo complicado radica en la necesidad de formar parte de una profesión que, por supuesto, se han servido con la cuchara grande para ser parte de esta élite. La política al servicio personal para robar y enriquecerse a lo lindo. 

 

Esta gente, la clase política nacional, sigue sin entender que no entiende. Aún cuando ya les bajaron el sueldo y muchas prestaciones, la vocación sigue ejerciéndose a partir del dinero, pero más que nada, del poder. Ese que todavía sigue otorgando impunidad y construyendo castas intocables. No hay peor fórmula que ricos y con poder. Con ese equipamiento, las campañas serán la farsa que son desde hace tiempo. Que comience el circo.

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