La magia de los paisajes sonoros

Ocozocoautla-Arriaga. Foto: Isaín Mandujano/Chiapas PARALELO

Mientras conducía a casa y contemplaba el ocaso, Irene iba pensando qué estrategia haría esa tarde para que Felipe, su hijo de cinco años, dejara a un lado la tableta y buscara entretenerse en otra cosa. A su corta edad el niño tenía mucha habilidad para el manejo de la tecnología, pero Irene consideraba que también debía desarrollar otras habilidades.

Antes de llegar a casa empezó a despertar a Felipe, quien venía durmiendo en el asiento trasero del auto. Para hacerlo puso una de sus canciones favoritas,  La cumbia del monstruo de la laguna. Mientras la melodía se escuchaba Irene tarareaba el coro  de la canción,

—Mueve los hombros, mueve las manos, mueve la panza, pero no le alcanza…

Felipe no tardó en despertar. Se unió a cantar con su mamá, justo cuando iban entrando al camino de terracería que llevaba a su destino.

Ya en casa se lavaron las manos y antes que Felipe pidiera la tableta Irene le dijo que jugarían a algo muy divertido, descubrirían la magia de la tarde-noche. Aprovecharían el vivir fuera de la ciudad y estar en contacto con la naturaleza. Los ojos del niño se abrieron, en señal de asombro.

Fueron al patio, se sentaron en uno de los pretiles de la casa. Irene llevó hojas y colores para  dibujar. Comenzó a explicar el juego, ambos pondrían mucha atención en los sonidos de la naturaleza, cerrarían los ojos por momentos. Una vez identificado el sonido, harían un dibujo y cuando tuvieran al menos cinco sonidos cada uno imaginarían una historia y la contarían. Los dibujos serían la guía para recordar a los personajes y efectos sonoros de su historia.

Irene fue guiando la actividad para cerrar los ojos, escuchar y dibujar. Se fueron dando cita el canto de las chicharras, el viento que soplaba fuertemente, el croar de las ranas, el sonido de las hojas de los árboles mecidas por el viento, los ladridos de los perros, el canto de los pájaros y de los grillos, el murmullo de personas que se percibía a lo lejos, entre muchos más.

Mientras hacían la actividad, Irene observaba, de vez en vez, a Felipe que cerraba fuertemente sus ojos como intentando concentrarse más para escuchar mejor. Percibía que estaba disfrutando el ejercicio. Cuando ambos tuvieron sus dibujos terminados Irene dijo que tenían unos minutos para preparar la historia que contarían, el turno para iniciar era voluntario.

—Yo quiero empezar mamá. Mi historia se llama Los fantasmas y las chicharras.

El rostro de Irene dibujó una gran sonrisa, mientras escuchaba a Felipe se percató que su estrategia de esa tarde había funcionado, la magia de los paisajes sonoros se hacía presente. Al terminar de contar sus historias Irene dijo que se merecían un premio por la actividad, cenarían waffles con miel de abeja y mantequilla.

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