Las Megaciudades: el futuro que se consolida.

Hacia los años 1955, cuando tenía 10 años de edad, era todo un viaje el ir a Berriozábal. Contaba en aquel año con 10 de edad. Mi abuelo, Don Antonio Puig y Pascual, había rentado una casa, justo en el boulevard de entrada de Berriozábal para que en los tiempos de más calor en Tuxtla Gutiérrez, mi abuela pudiera pasar la temporada en un ambiente fresco. Recuerdo, a lo lejos, que aquella casa pertenecía a la familia Castañón, era grande, con un patio y huerta, corredor lleno de macetas con helechos. La salida hacia Berriozábal desde Tuxtla era toda una odisea. Mi abuelo tenía un Ford de color negro en cuyo interior nos amontonábamos: mi abuela con sus enseres para pasar la temporada, mi madre y mi padre, yo y mi hermana Margarita, más la persona que se quedaba con mi abuela para atenderla. El viejo Ford, con mi abuelo al volante, emprendía el viaje con su cargamento humano hacia el muy lejano poblado de Berriozábal. Se cruzaba toda la ciudad con rumbo norte, se pasaba el majestuoso Hotel Bonampak situado casi enfrente del impresionante edificio de la cárcel y se tomaba la estrecha carretera que conducía hacia el poblado de Terán, en aquella época todavía municipio con su delegación, el pequeño caserío de Juan Crispín. Todavía se podía ver y oír el agua que corría en las márgenes de la carretera, bajando de los cerros aledaños. Los árboles frondosos, sabinos sobre todo, formaban una suerte de valla por la que se transitaba. Frete a Juan Crispín, en una colina, se encontraba “La Gloria”, la finca en la que vivía la familia de Francisco Anza.  Se pasaba la “pochota” y en frente quedaba el Arenal, el rancho que una vez fue de mi abuelo, para iniciar la subida, pasar la “curva del gallo” con sus leyendas de accidentados y aparecidos, y finalmente alcanzar una breve planicie en la que se asienta Berriozábal.

Para llegar a Ocozocoautla, Coita, el viaje se prolongaba hasta por una hora y media y hasta dos, dependiendo del vehículo. Recuerdo que mi abuelo me llevaba con cierta frecuencia a Coita, lugar en el que visitaba a Don Rosendo, el “Cheriff” del pueblo, que tenía una casa muy amplia hacia la salida para Cintalapa y ostentaba una enorme estrella en el pecho, para anunciar su rango de máxima autoridad. Mi abuelo platicaba horas con Don Rosendo mientras yo jugaba con los perros y los burros. Al final de la visita, mi abuelo guardaba las canastas de pan de coita, uno de los mejores del mundo, la miel, y hasta carne salada, para emprender el regreso a Tuxtla justo al caer de la tarde. Recuerdo que me llamaba la atención un cielo poblado de cirrus nimbus, azul, que se iba convirtiendo en un naranja subido. Al pasar la “curva del gallo”, se avistaban las luces de la pequeña Tuxtla Gutiérrez y uno sentía la cercanía del hogar. Era todo un júbilo llegar a la casa y enseñar el pan, la miel, la carne seca. Era la Ciudad de Tuxtla Gutiérrez, la flamante capital del estado de Chiapas, una población pequeña, quizá no llegaba a los 25,000 habitantes. Imperaba en ella la relación “cara a cara” en un mundo en el que todos se conocían. El parque central, con la pérgola, era el lugar de congregación en las tardes tibias que se refrescaban con los vientecillos del norte. No había tráfico. Los autos eran los que tenían la familia Cal y Mayor, la familia Castineyra, el de mi abuelo, el taxi de “Pancho, La Coa” y uno que otro vehículo más. Los niños jugábamos en las calles sin ninguna precaución. La cafetería de “moda” era La Fuente, propiedad del Güero de la Fuente, que una tarde huyó y no se le volvió a ver. El restaurante más elegante era el del “Marro”, con su plato estrella, las milanesas, que la tuxtlecada devoraba. Tenía el «Marro“ un enorme perro, gran danés, que se paseaba por todo Tuxtla sin que nadie lo molestara.

El palacio municipal de Tuxtla Gutiérrez, 1942

Hacia el sur, el viaje más largo era a San Cristóbal, que podía tomar hasta tres o cuatro horas, previo paso por Chiapa de Corzo, en donde era obligado bajarse a tomar pozol y ver, una vez más, la majestuoso fuente colonial. La entrada a Chiapa estaba enmarcada por una impresionante valla de Palmeras, bellísimas, que anunciaban el portento chiapacorceño. Recuerdo que mi abuelo disfrutaba en grande aquel paisaje. Se atravesaba el puente colgante Belisario Domínguez antes de que un camión, al chocar con uno de los cables que lo sostenían, lo derrumbara. San Cristóbal era una ciudad nublada, lluviosa, fría. Con ambiente clerical. La tienda más grande de la pequeña ciudad era la de Don Joaquín Hernanz, que vendía de todo. Mi padre y Don Joaquín pelearon en la guerra de España, en contra del franquismo, y su conversación giraba en torno a aquella guerra que ensombreció al mundo y dejó a España 40 años a expensas de una dictadura brutal.

Hoy, los poblados, hacia el sur o norte, este u oeste, de Tuxtla Gutiérrez, son parte de la Megaciudad en la que se ha convertido la capital chiapaneca. Sólo el río impide, y quizá los chiapacorceños, que Chiapa de Corzo pase a ser un barrio más de Tuxtla. San Cristóbal tiene como defensa a la barrera montañosa. Pero del otro lado, Berriozábal y Coita son ya parte de la Megaciudad, y por supuesto, Terán. Pero es un proceso que no sólo se observa en Chiapas. La propia Ciudad de México sigue tragando pueblos y más pueblos, como Chalco, Amecameca, Tepetlixpa, Ozumba, San Rafael y un largo etcétera. Guadalajara es una gran Megaciudad que avanza sobre la Ribera del Lago de Chapala. La carretera de Guadalajara a Chapala es una calle, llena de autos, todos los días. Puebla ya llega hasta Río Frío y allí se toca con la Ciudad de México. Toluca es parte de la Gran Tenochtitlán actual con todos los pueblos que se colocan en su alrededor. Monterrey sigue el mismo proceso, pero igual San Luis Potosí o Zacatecas. Aguascalientes es un caso singular: todo el estado es la Ciudad capital. El futuro que se fue tejiendo lentamente ya explotó. Vivimos el tiempo de las Megaciudades, la circulación de cientos de miles de automóviles, el caos urbano, el ruido, los amontonamientos en todo, la era de las masas urbanas. Y encima, la pandemia, que de seguro, fue prohijada por esta criatura colosal: la Megaciudad.

Ajijic, Ribera del Lago de Chapala. A 8 de mayo, 2021.

 

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