Desesperanza aprendida

Casa de citas/ 541

Desesperanza aprendida

Héctor Cortés Mandujano

 

En Ansiedad y depresión. Los trastornos más comunes derivados del estrés crónico (Salvat, 2019), de Gustavo E. Tafet, hay una idea que me llamó la atención. La introdujo el psiquiatra Martin Seligman y la llaman “desesperanza aprendida” y se trata de esto (p. 74): “La aplicación repetitiva de estímulos adversos, percibidos como indeseables e inevitables, conduce a que el animal aprenda a no buscar ninguna salida, ya que asimila que todos sus esfuerzos son infructuosos”.

Hay muchos seres humanos así: resignados a que la vida les siga pasando encima, porque aprendieron a no buscar salidas. Qué horrible.

Hay la anafrodisia, que es la ausencia del deseo sexual. Pero me interesó conocer el antónimo de hedonismo (identificar el bien con el placer), del cual soy devoto practicante. Es la “anhedonia”, que es la (p. 92) “pérdida de la capacidad de disfrutar o de encontrar placer, así como también a la pérdida de interés en aquellas cosas que solían generarlo”. Ay, nanita.

Ilustración: Héctor Ventura

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Están aplaudiendo. ¿Qué tontería habré dicho?

Nietzsche, citado por Schücking

 

Me encantó El gusto literario (FCE, 1950), de Levin L. Schücking (1868-1964). Qué claro y qué inteligente es, era este escritor alemán.

El escritor (cualquiera), para escribir su obra, en la historia de la literatura, buscó la protección de príncipes y aristócratas (p. 22): “El poeta está con el rey, no porque ambos vivan ‘en las alturas de la humanidad’, sino porque el soberano es el único que tiene los medios para sostener al poeta. Y éste proporciona la diversión a cambio del sustento”.

Incluso (p. 25) “Shakespeare escribe en su dedicatoria de la Violación de Lucrecia al Conde de Southampton, su protector: ‘Lo que he hecho es vuestro; lo que haga, vuestro también’ ”.

Cuando después el escritor es leído por públicos mayores (p. 27) “se abren nuevos terrenos. Surge un campo de acción infinitamente mayor” y se despliegan “en abundancia los talentos más variados”; y entonces (p. 29) “el editor viene a sustituir al mecenas”.

En cierto momento, los artistas, si eran ricos, jugaban al arte, pero (p. 34) “no era elegante vivir de la pluma”; Thomas Gray, en el siglo XVIII, dejó las ganancias a su editor (p. 35), “pues opinaba que ‘estaba por debajo de la dignidad de un caballero’ el aceptar paga de un librero por sus inventions”.

Escribir no era lo mejor; era sólo un modo de pasar la vida. Lord Byron lo dijo en forma contundente (p. 37): “¿Quién escribiría si tuviera algo mejor que hacer?”.

Los aristócratas para hacer arte usaban seudónimos, hasta que el arte se volvió lo suficientemente noble como para no avergonzarlos. De todos modos se sentían un poco por encima de los demás plebeyos. El ejemplo que trae a cuentas Levin es certero (p. 43): “Hamlet presenta a un príncipe que, como director profesional, da lecciones de arte teatral a actores expertos”.

La escritura se volvió ingrediente básico de la soberbia. Si tengo éxito es porque soy maravilloso; si no lo tengo es porque el público es imbécil. Los escritores, los poetas se subían, se suben a su ladrillo. Shelley, por ejemplo, dice (p. 44): “La crítica contemporánea no representa más que el conjunto de la necedad con que tiene que luchar el genio”. Por esta idea, cada grupo crea sus propios críticos (p. 47) “aquellos que han sido ganados por la concepción estética del grupo”.

Sin embargo, dice Levin, el arte es un trabajo constante y espinoso: (p. 50) “El camino del arte no es un paseo dominguero que lleva a los jóvenes hacia un hermoso parque, sino una peregrinación de todos los días que no rehúye ningún lugar”.

La idea del artista a quien nadie puede acercarse hizo que (p. 55) “el abismo entre el público y el artista se fue(ra) abriendo más y más”, y también (p. 60) “los tiempos en que el ‘hombre culto’ era un tipo especial, constituido por unos cuantos factores, determinado en el aspecto intelectual únicamente por los elementos estéticos, literarios e históricos, han pasado para siempre”.

Pero los artistas quieren ser admirados y para eso necesitan público (p. 69): “Los artistas son sensibles y viven, como los dioses, del incienso”, pero (p. 75) “los casos en que un autor se hace famoso de la noche a la mañana son contados”.

Se escribían voluminosas novelas incluso de tres tomos hasta que, en 1894, las bibliotecas dejaron de comprarlas. Los autores, entonces, dejaron de escribirlas. Los libros se volvieron manejables, con un número de páginas promedio.

Gustar o no gustar a los grandes públicos no tiene que ver con la calidad (p. 92): “Nadie es hombre importante por el simple hecho de no gustar”.

Cada cual hará o no suya la famosa frase de Walpole, que tiene que ver con el éxito y el fracaso en lo profesional y en lo personal (p. 110): “Para quien contemple con el corazón, la vida es una tragedia; para quien la vea con la cabeza, una comedia”.

 

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Marcelino Champo hizo el favor de visitarme y regalarme su novela Vida y destino en un corrido. Grandes éxitos de Valentón Grajales (Tifón, 2020). La novela muestra los múltiples saberes escriturales de Marcelino, pues hay en ella entrevista, ensayo, reportaje, narración pura, nota roja, monólogo, guiones de video, letras de canciones…

Me da mucho gusto ver cómo este joven narrador (nació en 1983) ha avanzado exponencialmente en cada uno de sus títulos; en éste –poliédrico, versátil, ágil– se cuenta la vida y el asesinato de un exitoso cantante grupero, nacido en Chiapas, y vinculado con el narcotráfico.

La pluma de Marcelino se mueve hacia todos lados con fluidez y eficacia. Creo que ha logrado una novela que debiera leerse lo más posible, porque es un logro plausible y disfrutable. Y vendrán más, seguramente. Que así sea, querido Marcelino.

Contactos: hectorcortesm@gmail.com

 

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