El más serio de los Stones

Nadie en este mundo es inmortal. Ni siquiera los Rolling Stones, lo más sagrado de lo más profano que hay en el rock. Su exagerada longevidad no se pone en duda. Pero pese a que Charlie Watts muere a las 80 años, la banda ha representado la entrega total hacia la preservación del lado obscuro del rock, con todas esas virtudes que nos hacen sentir plenos y dichosos de formar parte de este universo. Por supuesto, ni siquiera las ausencias podrán borrar lo prometido en el universo de los excesos, sinónimo de la excelsitud de todos los valores estéticos de la música. Las piedras ruedan, siempre, dijo “aguas lodosas” (Muddy Waters) en el blues que dio su nombre a la banda más explosiva de todos los tiempos.

 

Sabíamos que por edad los Rolling rondan en esa generación de relevo, pero no deja de sorprender la forma como se van, con los despidos más insípidos, pero al mismo tiempo tan entrañables y profundos. Charlie Watts, el batería, el más tranquilo de los cinco, serio, sereno, taciturno en sus modales e implacable en el punch con que golpeaba su instrumento, murió pensando, quizá, en lo extraño de ser famoso y, al mismo tiempo, vivir como cualquiera, dirigiendo y tocando, al final de su vida, en una sencilla banda de jazz, o viviendo en el campo al lado de caballos en la granja de sus sueños.

Base fundamental del edificio Stone, Watts fue el lado “blando” de la banda, por la a veces excesiva simpleza de su comportamiento, de frente a sus compañeros, Richards y Jagger, quienes aterrorizaron al mundo del arte culto cuando de extrapolar los sentidos se tratase. Un ejemplo claro donde, al lado de cualquier exceso emocional, los estereotipos no importan. Sé es lo que puede uno ser y se acabó. No hay malo ni bueno en el mundo del arte. Existe así, porque los creadores y la gente quieren que así sea. Tal vez Charlie Watts ni siquiera fue consciente de lo que formaba, pero aún así, campante y con esa enigmática sobriedad que lo caracterizó, pasó el pantano sin mojarse las plumas.

 

Alguien dijo, quien pensara que las drogas para los roqueros representaba únicamente su talón de Aquiles, habría que ver la historia de William Burroughs (poeta y escritor, no era músico, pero si ideólogo del rock) y de Keith Richards, el guitarrista líder de los Stones. Ambos sobrevivieron décadas y décadas consumiendo cualquier tipo de estupefaciente y vivieron octogenarios. Ahora Richards está más sano que una lechuga, aunque su físico personifica a una persona que vivió durante años en una capsula llena de uranio (José Agustín dixit). La metáfora se cuenta por sí misma. Hay bandas en las que sus integrantes son uno solo, sus integrantes nacieron para estar juntos, sin uno de ellos la ecuación no cuadra. Lo que importa es la consecuencia de lo sobrellevado, y Watts, casi sin hablar, junto a todos los personajes de la contracultura, forma parte de esa historia que, canción a canción, día tras días, noche tras noche, nos las siguen contando.

 

Algunos estereotipos dicen que para hacer buen rock te debes morir, eso choca contra los Stones. Watts fallece, nada espectacular, y seguramente feliz, de representar a una época que literalmente cambió el mundo desde la (contra) cultura.

 

Pero eso sí, su partida es, con mucho, el fin de toda esa época gloriosa y heroica del rock, y de la cultura de masas en general. Pone punto final, en el personaje que, en boca de él, decía que no representaba de ninguna manera con la facha de rockstar que cualquier integrante de una mega banda debería tener. En el más sencillo de todos, muriendo apaciblemente, de viejo, de cansancio por haber hecho todo bien. Por eso todo cobra sentido, Charlie Watts, como cualquier artista reconocido del mundo, aunque se despide dejando un legado monumental: ser parte de los Rolling Stones.

 

Sus Satánicas Majestades. Punto.

 

Lo sabíamos. El adiós a una era siempre nos da nostalgia, pero sabíamos que pronto el tiempo llegaría a esa generación dorada. Los Beatles y los Rolling Stones, de todas las formas posibles, tiene una parte de nosotros. Sí se van, algo de nuestra vida se va con ellos; sí se quedan tocando, mucho de nuestras emociones están en sus letras, en sus conciertos. Por eso nos seguimos emocionando cuando los escuchamos. Lloramos nuestra propia sed de pertenencia. Agradecemos a quienes nos la dieron y nos enseñaron el camino.

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