La vida en el archivo, de Lila Caimari

Lo saben bien los historiadores, pero sobre todo el investigador que ha hurgado en archivos particulares y públicos: la emoción desatada cuando se ha encontrado un documento que alumbra las hipótesis y torna comprensibles los hallazgos. Hay euforia, hay alegría, hay dicha.

Lila Caimari, la destacada historiadora y politóloga argentina, es autora de La vida en el archivo (2017, Siglo XXI), un libro en donde describe los goces que viven los investigadores cuando esculcan documentos, pero también las horas muertas y los desvíos que se experimentan entre montañas de papeles que alguna vez fueron actualidad y vida.

El libro inicia con una cita de Michel de Certeau, contenida en La escritura de la historia: “Cada verdadero historiador sigue siendo un poeta del detalle, y hace sonar sin cesar, como el esteta […] las mil armonías que una pieza rara despierta en un campo de conocimientos” .

Esos hallazgos –una carta que describe una situación, un artículo que se vincula con perfección a nuestras conjeturas o un comentario al margen que desbarata nuestras hipótesis– exalta nuestras emociones y no es raro que dejemos de escribir, que demos una caminata mientras nuestros ojos se abrillantan y sonríen como si ese texto lo hubiesen redactado especialmente para nosotros.

También hay tedio, angustia y fastidio en los archivos. Hay muchas horas muertas, mucha lectura descartada, mucho trabajo de exploración y de excavación que son necesarios para encontrar una pequeña lágrima de oro y, cuando hay suerte, un filón que ha pasado inadvertido para otros esculcadores del pasado, como esos legajos que halló Carlo Ginzburg, que le permitieron trazar la vida de un molinero del siglo XVI y su entramado en la cultura popular.

Los investigadores también se pierden en los datos. Los disfrutan. Se desvían del tema. A mí, por ejemplo, me ha sucedido que a veces termino leyendo sobre fiestas, asesinatos y encuentros deportivos que sucedieron hace 50 o 100 años y que no tienen nada qué ver sobre lo que estoy investigando.

Al tiempo que reflexiona sobre estos goces y desvíos en los archivos, Caimari también comenta sobre la importancia de caerle bien al archivero, para tener acceso pleno a su reino, del que es dios y guardián.

Afortunadamente, en los archivos públicos se ha cuidado de no caer en las veleidades de los encargados de archivo, mediante la publicación de los documentos que posee la institución y normas claras para su consulta. Pero hay espacios en donde se debe poner mucho empeño para seducir al dios guardián, como son los archivos particulares.

El investigador, nos recuerda Caimari, se refugia en el archivo “para estar solo y para estar en casa”; pero esa vieja costumbre queda cada vez más obsoleta por las otras formas de consulta, con servidores informáticos que proveen cantidad ingente de documentos. Ahora el investigador viaja al pasado desde su computadora.

La autora se detiene a analizar la ley del mínimo esfuerzo en el desciframiento de textos, cuando se priorizan los manuscritos que pueden rescatarse con mayor facilidad; es decir, los más legibles o los que más llenan nuestras expectativas.

Analiza la costumbre reciente de fotografiarlo casi todo, para seguir el hilo de la especulación en la casa, o para evitar la sensación de que algo importante ha quedado atrapado en los archivos polvorientos.

Refiere también de la posibilidad del investigador de contratar a jóvenes estudiantes para que esculquen archivos por nosotros, pero tiene razón Caimari de que no es lo mismo; siempre importa la sumersión para comprender mejor el contexto.

La vida en el archivo, libro conformado por nueve capítulos, es una reflexión-paseo agradable y aleccionador sobre las horas que consume el investigador en los archivos, los cuales ha convertido en su casa amplia de vericuetos, alegrías y desvíos.

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