Moderar los ánimos y precisar los alcances

Es difícil imaginarse hasta dónde el presidente Obrador se ha propuesto avanzar en la transformación del país de la que tanto habla y reitera en sus discursos cotidianos. A decir verdad, ese propósito parece incierto e intrigante porque resulta extremadamente difícil valorar cambios significativos en tan corto tiempo. Ni el poder ejecutivo ha dejado de ser corrupto, por más que el presidente sea una persona honrada, muchísimo menos el Congreso y el sistema de justicia, incluidos los organismos autónomos.

Es verdad que mucho de la vocinglería actual se basa en las drásticas medidas tomadas a fin de acabar con el mal de males que identifica el presidente, es decir, cortar de tajo la corrupción. En efecto, se ha procurado sobre todo poner un alto a los desmedidos apetitos de enriquecimiento en el servicio público y replantear las relaciones con los poderes fácticos entronizando la autoridad estatal. No ha sido menor el desafío de poner en orden a quienes desde el gran capital se habían acostumbrado a extraer rentas a costa del erario público y el servilismo, como la corrupción galopante de no pocos funcionarios.

No cuestiono que los deseos presidenciales sean legítimos e incluso inevitables en la coyuntura de élites y grupos de poder que sin pudor alguno vivían y se acostumbraron a obtener beneficios del presupuesto y patrimonio públicos. Sin embargo, sostengo una duda razonable de lo que significa ese supuesto proceso de transformación y sus consecuencias.

Con todo, considero que las expectativas generadas están muy por encima de lo que realmente puede alcanzarse en el corto plazo. La corrupción no se acabará por decreto presidencial, ni se terminarán los pobres en un sexenio; cuando han sido décadas las que nos han conducido a la situación actual de crisis económica, de violencia política y sanitaria, por mencionar sólo algunos casos.

En su aspecto institucional, como sabemos, el Estado se integra con base en tres poderes: el ejecutivo, el legislativo y el judicial. Cada uno de ellos con funciones específicas que, en teoría, deberían servir como contrapesos unos de otros. Vale decir, un poder debe y puede actuar con ciertos márgenes de autonomía a sabiendas que otro puede plantearle límites o acaso sanciones para impedir excesos o medidas que se apartan de la legalidad. Se trata entonces de encontrar un cierto umbral basado en el control y el equilibrio entre poderes.

Pero estas son simplemente condiciones ideales. En la práctica, en todos los países existen tensiones o abiertas intervenciones entre poderes, de manera tal que el equilibrio es un ideal a alcanzar y no una realidad que se experimente a diario. Desde luego, existen diferencias entre países y también hay casos en que la autonomía y división de poderes resulta más auténtica.

Para el caso de México, ciertamente nunca hemos alcanzado semejante y deseable estado de equilibrio. En toda nuestra vida independiente y hasta la actualidad lo que hemos vivido es un avasallamiento de un poder frente a los otros. También, hemos visto la persistente amenaza y poder incontrastable de grupos y organizaciones que ponen de rodillas a las instituciones públicas del país.

De este modo, lo que tenemos son estructuras e instituciones estatales fundamentalmente débiles que lo de menos es que terminen “negociando” la aplicación de la ley. Lo más terrible del caso es que ceden espacios y territorios en el país que dejan en franco estado de indefensión a amplios segmentos de la población o, de manera perversa, bajo el dominio de poderes fácticos que imponen sus propios “códigos de conducta” y un cierto régimen de “legalidad” que afianza su dominio.

Todo esto viene a cuento por la doble crisis originada en las instituciones de justicia en el país. En efecto, aunque no ha escalado del mismo modo, la reforma con que se pretendía ampliar el periodo del actual presidente de la Corte, Arturo Zaldívar Lelo de la Rea, motivó críticas tanto dentro como fuera de ese organismo. El caso más patético ahora es el del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación, al haberse suscitado toda una rebelión de cinco de los siete integrantes en contra del otrora presidente del Tribunal, José Luis Vargas.

No cabe duda que este país es de costumbres y no debiera sorprendernos que tratándose de las instituciones de justicia se transite por el escándalo derivado del comportamiento impropio de su presidente a quien se le imputan actos de corrupción. Una de las instituciones centrales en nuestro malogrado sistema de justicia se encuentra al borde del colapso por la falta de probidad de su principal integrante. Sin embargo, la situación es todavía más grave, si tomamos en cuenta la visión presidencial que de sus integrantes tiene, puesto que no concede confianza alguna en sus comportamientos y vaticina que lo mejor sería la renuncia de todos.

El Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación, en efecto, padece vicios de origen ya que su integración obedeció a los criterios por cuotas impuestas por la partidocracia. Así, la mayoría de sus integrantes fueron propuestos por el PAN y el PRI. Por lo tanto, sus decisiones quedan a merced de los intereses de quienes los propusieron. De manera que eso mina su credibilidad y su hipotética autonomía se desdibuja frente a las evidencias hechas públicas a través de los medios de su actuación y decisiones. El caso es que en menos de una semana el Tribunal llegó a tener tres presidentes por la inestabilidad y el clima de confrontación interna.

Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación

Más aún, varios de estos magistrados fueron ratificados en el Congreso y a través de la partidocracia ahí representada se amplio el periodo de estos. Uno de ellos hasta se atrevió a referirse al presidente mediante un lenguaje procaz e inadecuado para el tamaño de la investidura que representa.

Pero si esto sucede en el Tribunal Federal, los tribunales locales no cantan mal rancheras. En Veracruz, por ejemplo, una magistrada ha denunciado las drásticas medidas tomadas por el gobernador de Morena, Cuitláhuac García Jiménez, quien ha dispuesto bajar el salario de los magistrados debido a “la falta de recursos para fondear las actividades del poder judicial”, acorde, además, con la austeridad republicana. Pero don Cuitláhuac habiendo tomado impulso, no tuvo ningún recato como para “sugerir” cancelar actividades de una veintena de juzgados en esta pobre y malograda entidad. No faltó mucho tiempo para que en realidad la azorada ciudadanía veracruzana supiera que todo se debe a un desfalco millonario en la construcción de las ciudades judiciales que o no se hicieron, quedaron a medias o no reúnen las condiciones para su funcionamiento pleno. Si se cometió un delito o se robaron el dinero, comentó la magistrada, lo que hay que hacer es recuperar lo que se sustrajo ilegalmente y meter a la cárcel a los responsables.

Hace unos días la magistrada denunciante fue entrevistada y sus declaraciones un tanto rudas no tienen desperdicio. Dijo, entre otras cosas, que está a punto de renunciar al poder judicial de Veracruz porque el actual gobierno y por lo menos los tres anteriores incorporaron “mucha gente inepta y con escasas capacidades para impartir justicia”.

Por tanto, es menester moderar los deseos de cambios inmediatos y palpables. Una dosis de realismo y una postura sensata de lo que se puede hacer de aquí a que concluya este sexenio puede evitar el desencanto, de tal manera que puedan reconocerse algunos esfuerzos por modestos que estos sean. El poder judicial en sus distintos niveles espera ansioso una limpia de la que tanto nos ha hablado el presidente. Eso ayudaría mucho a cumplir una deuda eterna de justicia y superar el estado lamentable de indefensión ciudadana. ¿Hay alguien ahí?

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