Posdemocracia y estatalidad en Chiapas. Un nuevo porvenir político incierto

Pedro Cortés López, Sandra Hernández Cruz y Miguel Hernández Pérez, nuevas autoridades de Pantelhó, Chiapas. Foto: Isaín Mandujano

Por Jesús Solís Cruz

En la década de 1980 en nuestro país se registró lo que los estudiosos del sistema político subnacional nombraron “rebelión municipalista”. Se trató de un movimiento a nivel nacional que si bien no fue coordinado y tampoco estuvo orgánicamente unido, le definió una demanda en común: democratizar la vida política a nivel local. Articulados en organizaciones sociales y comunitarias espontáneas o en nuevas agrupaciones partidistas, estos, entonces actores políticos emergentes, encauzaron una ruta de democratización que dio como resultado los primeros cambios en el mapa político de nuestro país. Destacaron en aquel momento los gobiernos municipales de oposición al PRI del norte (Chihuahua), occidente (Michoacán) y con menor presencia algunos en el sur-sureste del país (Chiapas, Yucatán).

La vía partidista se consideraba entonces la idónea para ampliar la democracia liberal representativa de México. Una vía que en los hechos el mismo gobierno priista, ante la farsa en que se habían convertido las elecciones (recuérdese que en la elección de presidente en 1976 José López Portillo no tuvo ningún oponente) y ante la presión social y política de amplios sectores, se vio obligado a implementar a través de la reforma política de 1977, misma que abrió la posibilidad de competencia electoral a más agrupaciones políticas, incluidas algunas de la izquierda clandestina.

Fue un largo camino, penoso incluso por la pérdida de vidas humanas, el que hubo que construir para llegar a la transición político-democrática federal del año 2000. Considerado un momento cumbre de la transición democrática. En el ínterin se registraron más alternancias políticas a nivel municipal en cada vez más amplias regiones del país, alternancias en gubernaturas, amplitud y pluralidad partidista; y una insurgencia indígena (EZLN) que con distancia partidista en un primer momento, y apartidista después, impulsó y propugnó por cambios políticos y democráticos.

Hubo, para los más optimistas y creyentes del sistema político democrático electoral, un ascenso de la civilidad política en este arco de tiempo (1980-2000). En lo formal se logró la normalización de la competencia electoral y junto con esta la mercantilización de la política. Por otro lado, en lo social lo que se observó es una profundización de la descomposición. La violencia criminal como una de las expresiones de esa descomposición, y los poderes fácticos-salvajes como los actores más destacados de esta terrible trama.

El retiro del Estado dejó el espacio para el establecimiento de poderes que cumplieron las funciones de gobierno en poblaciones enteras, huérfanas de estatalidad. La ausencia fue llenada con poderes salvajes que impusieron su ley y gobierno, llevando a la gente a situaciones límite en su vida cotidiana. La defensa de la vida no se hizo esperar, y comenzamos a atestiguar la creación de regiones en guerra en México; protagonizada esta guerra por poderes salvajes y agrupaciones nombradas de “autodefensa”. En los espacios en que el emparejamiento política-violencia-poderes salvajes se afianzó, las propuestas comunitarias de autogobierno se convirtieron en única salida y esperanza de vida. En nuestro país, el municipio de Cherán es el caso que mejor ilustra la tragedia de vivir bajo el asedio y comunión del crimen y la política; y es también el caso que ha sentado precedente jurídico de autogobierno comunitario en defensa de la vida. El asiento de la fuerza de esta propuesta está en los “usos y costumbres” y en la negación del papel mediador de los partidos políticos, considerados agentes de corrupción, desequilibrio y ruptura comunitaria.

En Chiapas, en años recientes se ha observado el ascenso de las reclamaciones de reconocimiento de derechos de autogobierno por usos y costumbres en espacios municipales.

El municipio de Oxchuc es el que logró el reconocimiento jurídico del derecho a la autodeterminación por usos y costumbres. Y aunque este derecho lo han puesto en práctica, en el contexto de una historia de polarización social y política el resultado no parece ser el esperado en el sentido de gobernabilidad y convivencia política respetuosa.

En semanas recientes en la zona Altos de Chiapas, atestiguamos la emergencia en el municipio de Pantelhó de un grupo denominado de autodefensa que declaró la guerra al crimen organizado que según sus denunciantes ha acaparado a la política municipal. Tomaron el poder local por asalto, y reclamaron la salida del crimen organizado y junto con este el poder político municipal (el actual ayuntamiento en funciones y el que habrá ¿o habría? de asumir). Demandaron al gobierno del estado el derecho de autogobierno por usos y costumbres. En tanto se resuelve, avanzaron en establecerse, en una asamblea comunitaria, como la nueva constituyente local.

Las salidas políticas hoy dadas por el gobierno estatal son a todas luces provisionales: establecimiento de una mesa de negociación con los insurgentes, renuncia de la alcaldesa municipal, establecimiento de fuerza policial y militar. En los medios de comunicación se habla ya del reconocimiento en los hechos del autogobierno, algo que para su formalización debe ser dirimido en tribunales.

No obstante, el mensaje es claro: las prácticas posdemocráticas se han establecido en estos espacios comunitarios, que singularmente no vieron siquiera el establecimiento de la democracia liberal. Acá ni siquiera la democracia formal se estableció, y el Estado en su forma ha sido ausente. Es decir, ni estatalidad ni democracia. ¿Pueden ser los gobiernos por usos y costumbres la solución, o solo sumaran al malestar?

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