11 de septiembre de 1973: no se olvida

El 11 de septiembre de 1973 me encontraba en la Ciudad de México terminando de redactar los materiales del trabajo de campo en Los Altos de Jalisco. Fue un día trágico para América Latina y El Caribe. Aquel 11 de septiembre la Armada, la Fuerza Aérea, el Cuerpo de Carabineros y el Ejército de Chile bajo el mando del General Augusto Pinochet, bombardearon el Palacio Nacional de La Moneda, en Santiago de Chile, para entrar después la tropa y asesinar en su despacho al Presidente de la República, electo en las urnas, Salvador Allende. En la UNAM hubo asambleas para analizar el suceso, terrible, para toda Latinoamérica y los pueblos caribeños. Aún en la Universidad Iberoamericana, los estudiantes de ciencias sociales celebraron asambleas para analizar los acontecimientos. La elección del Presidente Salvador Allende en Chile postulado por la Unidad Popular ocurrida el 3 de septiembre de 1970, despertó la esperanza en una América Latina democrática, en la que se respetaran los resultados en las urnas. En aquellos días de 1970, la llamada Guerra Fría estaba en pleno vigor. La industrialización avanzaba bajo dos contextos contrastantes: el de los Estados Unidos y el de la Unión de Repúblicas Soviéticas Socialistas (URSS). Eran los resultados de la segunda guerra mundial y de las conversaciones entre las potencias mundiales victoriosas, La URSS, los Estados Unidos e Inglaterra. Stalin, Roosevelt  y Churchill, reunidos en Teheran en 1943, habían planificado la estrategia para derrotar a ese monstruo que gobernaba Alemania: Adolfo Hitler. Pero también se repartieron el mundo. Al final de la Guerra, surgió la Guerra Fría que puso a la América Latina y El Caribe bajo la égida de los Estados Unidos. El fantasma del comunismo inició su recorrido por estas tierras. Cualquier intento por preservar la soberanía de los Estados Nacionales de Nuestra América, que decía José Martí, se veía desde la óptica de la Guerra Fría. En 1973, sólo existía una Isla, Cuba, en la que había triunfado una Revolución Nacionalista que aprovechaba el conflicto entre ambas potencias para llevar adelante una ruta propia. El dejar de ser una suerte de país-casino, al que los millonarios norteamericanos acudían a divertirse en grande, le ha significado al pueblo cubano sufrir uno de los bloqueos más ignominiosos que se conocen. La llegada de Salvador Allende al poder en Chile, un Presidente Socialista, asustó al Imperio que, más pronto que tarde, compró a los generales chilenos y los volcó en contra de su propia patria. Los teóricos de la democracia, reunidos en Washington, autoelegidos como gendarmes de América Latina, decidieron que no podían permitir la existencia de un gobierno autónomo en Chile. No pensaron, ni remotamente, que un 11 de septiembre, pero ahora en 2001, caería la tragedia en la mismísima ciudad de Nueva York, cuando dos aviones se estrellaron en las Torres Gemelas, en un suceso que aún no está totalmente claro. El golpe de Estado contra Salvador Allende era una clara advertencia: la democracia sólo es válida si sirve a los intereses de los Estados Unidos. Si no, debe ser erradicada. Esa es la explicación de que se sostengan los gobiernos cleptócratas de Centroamérica, de los gorilatos y los Bolsonaros, de los golpes de Estado para derrocar a gobiernos legítimamente electos, como el de Evo Morales en Bolivia, o los amagos contra el Gobierno de Fernández en Argentina o el de Castillo en Perú. Fueron los mismos los que trataron de derrotar a José Mojica en Uruguay. El Embajador de México en Chile, Gonzalo Martínez Corbalá, tuvo una conducta digna y protegió en la Embajada a cuanto chileno logró acudir a ella. Es más, Martínez Corbalá declaró ante el Juez español Baltazar Garzón los  amagos de Pinochet violando todas las reglas de la diplomacia. Fue Martínez Corbalá quien logró salir en un avión con la viuda del Presidente Allende, los hijos de ámbos, los nietos, y varios funcionarios de la Unidad Popular. Allende había estado en México invitado por el Gobierno de Luis Echeverría, y en Guadalajara, en la Universidad, pronunció uno de los discursos más importantes que un Jefe de Estado de América Latina haya emitido. El Auditorio en el que estuvo Allende lleva su nombre en la Universidad de Guadalajara. El Embajador Martínez Corbalá relató al Juez Garzón que tuvo que pedir la ayuda de los diplomáticos de Israel y de Suecia, porque en todo el trayecto hacia el aeropuerto, fue amagado por las fuerzas armadas de Chile. Por instantes, volvió la Revolución Mexicana de 1910 en aquella conducta que siguió Gonzalo Martínez Corbalá. Salvador Allende murió baleado por el ejército en su propio despacho. Había pronunciado discursos de esperanza como aquel en el que dijo que un día se abrirían las grandes avenidas por las que pasarán los pueblos de América Latina construyendo su propio destino. Comunismo le llama la derecha al combate a la pobreza, a los esfuerzos por erradicar o al menos, mitigar, la desigualdad social y buscar que todos los pueblos latinoamericanos y caribeños tengan una vida digna, coman bien, tengan techo, puedan acceder a educación de alta calidad, sean libres. Comunismo llama la derecha al combate contra el racismo y la discriminación de todo tipo. Comunismo le llama la derecha a la lucha de las mujeres para que se les respete el derecho a decidir sus vidas. En estos días de dramas humanos desgarradores como los que expresa la multitud de inmigrantes que buscan llegar a la tierra que en su imaginación mana leche y miel, los Estados Unidos, la perspectiva de un Salvador Allende o de un José Mojica se muestra como una puerta para salir del caos. Los días aciagos que vive el pueblo de Haití o el de Honduras, son pruebas palpables de los difíciles escollos que tienen ante sí los pueblos de Nuestra América para alcanzar una vida digna. El 11 de septiembre de 1973 se quebró un tiempo. México debe poner sus barbas a remojar. La esperanza permanece.

Ajijic. 12 de septiembre de     2021.

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