Cuando la muerte toca la puerta

El documentalista, cineasta y activista, Michael Moore, ha hecho de su cámara indiscreta instrumento político para evidenciar varios de los desafíos de la sociedad americana en torno a la violencia, el racismo, la política, la trampa de los sistemas de seguridad social o el deterioro de la salud donde priva el criterio de la ganancia más que el derecho elemental de curar enfermos.

Como no recordar, Masacre en Columbine, un documental de los años 90 del siglo pasado en donde narra las terribles consecuencias y por desgracia las muy comunes historias de horror sobre la violencia escolar en los Estados Unidos. Moore, investiga las condiciones que hicieron posible el macabro desenlace en que perdieron la vida alrededor de 20 personas entre estudiantes y profesores.

En otro de sus documentales, Moore plantea la forma y la profundidad con que se han venido deteriorando los sistemas de salud americanos, su privatización y la exclusión que bajo estas condiciones sufren una gran cantidad de ciudadanos. En efecto, en el documental, Sicko, Moore registra el origen de la privatización de los servicios de salud y el deterioro de la atención médica en las instituciones estatales, que han provocado una infinidad de fallecimientos porque literalmente muchos americanos fueron abandonados a su suerte o no recibieron los medicamentos y los tratamientos necesarios en los momentos adecuados.

El modelo privado de atención a la salud fue pensado desde el gobierno del republicano, Richard Nixon, en la década de los 70 del siglo pasado. En paralelo, el gobierno poco a poco fue dejando caer el sistema público de atención a la salud del pueblo norteamericano, tomando medidas de restricción presupuestaria que literalmente ahogó a las instituciones de salud del Estado.

Algo similar ocurrió en México. Al menos desde el gobierno de Miguel de la Madrid, se aplicaron medidas de restricción presupuestal que impactaron los servicios sociales que el Estado está obligado constitucionalmente a proveer a la ciudadanía. Pero en nuestro país la situación fue mucho peor, pues muchos de los recursos destinados al sector de la salud terminaron siendo desviados hacia otros fines, como en su momento se registró mediante los casos de Tabasco, con el químico Andrés Granier, o en el de Veracruz, con Javier Duarte, o también en Chiapas durante el gobierno de Manuel Velasco.

El gobierno federal actual se vio obligado a encarar el problema del deterioro del sistema de salud casi de manera inmediata después de asumido el poder, no solamente porque el abandono era y sigue siendo grave sino, además, porque la pandemia vino a incrementar la presión sobre el deplorable estado de las clínicas y hospitales públicos en una situación de emergencia sanitaria por el alto nivel de contagios que pondría provocar un colapso del sistema. Afortunadamente eso no ocurrió, pero en algunas entidades del país tuvieron que habilitarse centros hospitalarios alternos con el fin de brindar la atención requerida para el número de casos graves.

Mientras esto ocurría se destapaba uno de los problemas de corrupción más escandalosos en torno a la distribución de medicamos a todo el sistema público de salud. Las compras de medicamentos implica una inversión pública superior a los mil millones de pesos anuales, partida presupuestaria que se disputan un puñado de empresas farmacéuticas algunas de ellas vinculadas o que pertenecen a políticos prominentes. Con ello se ha provocado un desabasto inducido de medicamentos, lo cual ha originado una serie de protestas por la falta de los mismos sobre todo para atender a enfermos con cáncer. Esto, a su vez, ha obligado al gobierno actual a gestionar la compra de medicamentos en el mercado internacional, de tal manera de evitar la red de corrupción en esta materia y que ya ha sido profusamente denunciada a través de los medios comunicación.

Frente a esta panorama algunas familias no tienen más opción que acudir a los servicios privados de atención a la salud, cuando así se amerita. Y en tal circunstancia esto implica una inversión que no siempre las familias están preparadas para solventar.

En los últimos años se ha sostenido públicamente el supuesto que la competencia entre los servicios de salud privados y públicos, es el primero el que teóricamente presentaría los mejores resultados. Es cierto que las clínicas y hospitales del sector público no solamente han operado ineficientemente sino que, también, han sido el vehículo mediante el cual se han amasado fortunas personales. Pero, igualmente, los servicios públicos de salud han sido prácticamente la única alternativa para los trabajadores; mientras que la medicina privada solamente es una alternativa para los que poseen los recursos suficientes para pagar las facturas. Y, sin embargo, eso no significa que los servicios sean mejores. Una familia de clase media puede quedar en la ruina si, por desgracia, enferma uno de sus integrantes. Tan sólo el traslado a los hospitales ya implica invertir sumas considerables, ya no digamos la atención en sí misma que implica no solamente aportar ahorros sino literalmente endeudarse. Esto no solamente es terrible, sino que resulta una desgracia que a diario se vive aquí y en todas partes del mundo.

En los servicios privados de salud no puede existir calidad humana porque operan fundamentalmente como un negocio y, ciertamente, generan algunos empleos. Pero la salud de los pacientes está supeditada a la extracción de recursos familiares, bajo el supuesto de una atención esmerada que no resulta tal. La lógica es la obtención de la mayor ganancia posible en la hipótesis de restablecer la salud de un paciente, pero en ese transe pueden aplicarse medidas innecesarias para ese propósito, aunque muy convenientes para extraer rentas exhorbitantes mediante la hospitalización, intubación o la canalización a terapia intensiva.

En todo este proceso, las familias no solamente enfrentan el dilema de la cantidad de recursos a invertir para restablecer la salud de algún familiar, el desgaste emocional que significa ver postrado a un pariente resulta brutal en un contexto en que se experimentan situaciones límite. Más tremendo resulta cuando los pacientes padecen enfermedades graves y cuyas esperanzas de vida resulta muy limitadas. En este escenario de por sí adversos, suele ocurrir que en los centros de atención privados se exprima al máximo a las familias mediante un juego perverso del cual depende la vida de un familiar con escasas oportunidades de sobreponerse.

La salud es un derecho y, también, es un deber de las autoridades públicas brindar servicios de calidad en la atención de los enfermos. Por lo tanto, se requiere de un sistema de salud público que no solamente sea eficiente sino que, principalmente, corone ese derecho brindando esa oportunidad a todos los ciudadanos. La salud o el cuidado que debe otorgarse en esa materia desde las instituciones públicas resulta un derecho universal y, por lo tanto, debe procurarse el acceso a todos para estar sanos o para bien morir. En este sentido, es tiempo de legislar en torno a la muerte asistida sobre todo en términos de pacientes terminales o en casos sumamente graves cuyas posibilidades de vida resultan punto menos que limitadas. Porque hay que abreviar el dolor y extirpar la brutal carga financiera que significa para las familias la muy penosa, pero común circunstancia de tener un pariente enfermo.

En las actuales circunstancias, cuando la vida se tasa en pesos, no hay camino más seguro que la muerte. Este es el reflejo de nuestra más abyecta e inhumana condición sobre la cual resulta imprescindible actuar en lo inmediato. Si no actuamos ahora, no hay futuro posible.

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