¿Castellano o español? Una pregunta nada inocente

Llamar dialectos a ciertos idiomas o escuchar protestas en tribunas públicas por la utilización de idiomas a los que no se reconoce la misma condición del “común” es un hecho, desgraciadamente, común. Solo hay que recordar lo que está ocurriendo en el parlamento peruano cuando se usa el quechua desde su tribuna, o lo que le sucedió al diputado Nacho Escartín en el parlamento de la Comunidad Autónoma de Aragón en el Estado español cuando utilizó, también en la tribuna, tres idiomas hablados en lo que actualmente es Aragón: castellano, catalán y aragonés. Esos ejemplos, que podrían multiplicarse en la actualidad, no son anécdotas y responden a profundos procesos de enseñanza equívocos, por no decir malintencionados.

Repetición, costumbre o cualquier forma de nombrar las transformaciones de conceptos, que llevan implícitos contenidos y definiciones con amplia carga ideológica, son mecanismos recurrentes para asentarse como reales y asumidos por la población. Esta situación se produce con mucha nitidez en el caso de la definición de los idiomas, aquellos que de manera arbitraria quieren identificar a un Estado moderno con un idioma.

Seguramente los Estados políticos de Francia e Italia representan a la perfección esa situación. El primero con mayor trayectoria temporal que el segundo, consolidado como tal en la segunda mitad del siglo XIX. En ambos casos la centralización política y cultural llevó a unificar, de manera coercitiva, e incluso violenta, la lengua hablada en ambos países. En Francia la langue d’oïl o lengua de oíl, en traducción castellana, se impuso al resto de idiomas hablados en el actual territorio francés: bretón, occitano, catalán, etc. Algo similar se observa en el caso italiano, donde lo que se conoce como tal lengua no es más que el idioma toscano, el hablado y escrito por Dante y Petrarca. La región Toscana, ensalzada en los últimos años por películas y series, es la que vio nacer dicho idioma, el mismo que ha subsumido a todos los idiomas del norte y sur del país unificado.

Esa vinculación entre Estado e idioma tampoco ha sido ajena al caso hispano, ya que el idioma que hoy se menciona como español, y que ya se ha extendido como normalidad en las expresiones académicas y cotidianas, no es más que el castellano, aquel que caracterizó a parte del antiguo reino de Castilla, puesto que en dicho reino hubo más idiomas, incluso antes de la llegada de los Habsburgo que reinaban los distintos territorios que hoy se conocen como España.

Todos los ejemplos expuestos, y el caso del castellano con mayor razón por ser el principal idioma usado en América Latina, representan un reconocimiento entre el impuesto Estado nacional y el idioma hablado al interior de sus fronteras. Una identificación nada inocente y que significa la omisión dolosa del resto de idiomas que, por supuesto, dejan de ser tomados en cuenta como parte de los Estados nacionales. Así, hablar occitano, euskera, catalán, etc., implica una desventaja que trasciende al número de sus hablantes, porque la identificación de un idioma con un Estado nacional los ubica en la marginalidad construida desde los intereses políticos y que, además, es corroborada simbólicamente. De esta manera, decir español en vez de castellano, francés en vez de lengua de oíl, o italiano para referirse al toscano afirma una idea de nación construida desde el ocultamiento, y con el deseo de desaparición –logrado en muchos casos- de la diversidad idiomática, aquella que representa a la perfección la diversidad humana.

Hoy, que se cuestionan tantos aspectos referidos a la conquista del territorio americano, no siempre con la objetividad y distancia histórica suficiente, sería buena idea repensar el uso de la denominación español para referirse al castellano en América Latina. Acción que daría pie, tal vez, a reflexionar sobre cómo vigorizar y reconocer los múltiples idiomas que recorren el continente antes de que desaparezcan, como ya ha ocurrido en México y en otros países del orbe. Si el paso que se dio para decir español en vez de castellano hoy parece olvidado, tal vez es el momento de replantear cómo se nombran muchas cosas, entre ellas los idiomas, como un primer esfuerzo para reconocer y respetar la diversidad idiomática.

 

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