De encuentros generacionales y vida escolar 

GETACHEW BERHANU/Pintura óleo sobre tela. Imagen en https://www.artelista.com

Una de las tantas sorpresas que tuve en México desde que llegué a este país, hace más de treinta años, fue conocer los habituales reencuentros de generaciones escolares. Reuniones casi siempre cercanas a las fiestas navideñas y que estaban muy presentes en la conversación de amigos y conocidos como una actividad ritualizada; un día evocador de tiempos idos y recientes compartidos con la sinceridad o la hipocresía propia de las relaciones humanas.

No es que desconociera esas reuniones puesto que las películas, y últimamente las series, han convertido en familiares unos encuentros que no suelen salir bien parados en la mayoría de ejemplos estadounidenses, que son los que predominan en la filmografía internacional. Así, mi conocimiento de tales reuniones está marcado por la ritualidad mexicana y las irónicas descripciones de la narrativa cinematográfica.

Debo decir que en mi tierra de nacimiento catalana no es común ese tipo de reuniones o, al menos, no lo fueron para mí o para familiares y amigos. Ello no significa que no existan amistades prolongadas surgidas de la escuela, pero también son muy comunes las desconexiones totales entre las generaciones de los distintos planteles educativos. A pesar de esa realidad hace unos meses, y a través de la red social Facebook, recibí un mensaje de un antiguo compañero de la primaria y la secundaria. Él conoce y recuerda muy bien a los más de 50 compañeros de la clase porque era el encargado de pasar lista diariamente. El mensaje comentaba la intención de realizar un encuentro de los cuatro grupos que estudiamos en el colegio público Pere Vila de Barcelona, situado a un costado del Arco del Triunfo de la capital catalana. Dos grupos de mujeres y dos de hombres que estudiamos separados, además de estar distanciados, también, por vallas metálicas y un amplio pasillo que prácticamente impedía el contacto cotidiano. Esa escuela, en la actualidad, refleja la variopinta conformación poblacional de una Barcelona que antes atraía a migrantes de distintos puntos del Estado español y hoy lo hace de todos los continentes.

El motivo de la idea y la previsible reunión era simple, y no ha sido fácil de lograr para todas y todos: nuestro 60 cumpleaños. No sé si podré asistir el próximo año a esa cita, sin embargo, la propia celebración mueve recuerdos; evocaciones ambivalentes porque la niñez no siempre es idílica. Hay que recordar que en nuestro tiempo escolar vivimos las sacudidas finales de una dictadura sustentada en un nacional catolicismo que sigue dando coletazos hasta el presente, por muchos años y supuestas transiciones democráticas que hayan pasado.

Si la educación pública separaba a niñas y niños para reafirmar roles de género y evitar las tentaciones de una incipiente sensualidad, los maestros, en general, eran rígidos y golpeadores, al menos para los varones. Rezábamos en las mañanas y tuvimos que hacer la comunión católica de manera obligatoria para ser reconocidos como futuros ciudadanos. También vivimos la abrupta aparición de las drogas y alguna de sus consecuencias fue llevarse por delante la vida de compañeros antes de cumplir la mayoría de edad.

Pero no todo era gris en una ciudad, y un país, que mis ojos percibían entonces de un imborrable color gris. La saturación en número de alumnos en el aula, las diversas y complejas historias personales y familiares, al mismo tiempo que la estricta docencia creo que nos curtieron, o al menos así lo quiero pensar, para enfrentar futuros retos. Construcción de sociabilidades simples o complejas para dotar de sentido a nuestras existencias. También, y eso a título personal, vi los compromisos de docentes que me apoyaron con generosidad a conocer la disciplina deportiva sin la que, sin duda, no habría logrado entender –si ello es posible a cabalidad- el mundo que nos ha tocado vivir. Igualmente, en mi paladar se conserva el sabor de la leche que se vendía a bajo precio en la escuela aportada primero por los Estados Unidos y, después, por una marca local para apoyar la nutrición de niñas y niños de un país donde la precariedad económica era, si no se quiere ser drástico, bastante común.

Como ocurre en las reuniones que he conocido en Chiapas, cada compañera y compañero de mi generación, la de los nacidos en el año 1963, tendrá sus experiencias de aquella época y, con certeza, la vida los habrá llevado por múltiples caminos que, de alguna manera, encontraron referencia en los años escolares disfrutados o sufridos, o ambas cosas a la vez. Gracias a Jordi Boronat por hacerlo posible y, también, agradecimiento a él por crear cuentas grupales de Facebook y de Whatsapp, redes sociales que muestran el entusiasmo por llevar a cabo esa futura reunión evocadora de recuerdos y de la vivida vida.

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