No existe la novedad, sino el recuerdo

Casa de citas/ 608

No existe la novedad, sino el recuerdo

Héctor Cortés Mandujano

 

Una de las cosas buenas de los clásicos es que son inagotables. Siempre te queda algo por leer de Cervantes, Dostoievski, Flaubert… O los relees y sientes igual o mayor placer. Me pasó con El burgués gentilhombre, de Molière, que no la había hallado en el montón de libros que he leído de este celebérrimo actor, director y dramaturgo francés. Lo leo en la edición de Sepan cuántos (Editorial Porrúa, 1982), junto con otras tres que ya he incluso releído.

Era muy querido Molière en su patria (p. X del prólogo de Rafael Solana): “Un actor célebre (Louis Jouvet) lo dijo con estas palabras a León Chancerel: ‘A Racine lo admiro, a Corneille también; a Molière lo amo’ ”.

Molière era el nombre artístico de Juan Baustista Poquelin (p. XI del prólogo): “Una noche se hace alto en una de las quince aldeas que en Francia tienen por nombre Molière, y Juan Bautista Poquelin para siempre toma el nombre de esa aldea. Jamás dirá por qué”.

El profesor de filosofía enseña al burgués Jourdain, en El burgués gentilhombre, sobre la naturaleza de las letras (p. 52): “Os diré que las letras se dividen en vocales, llamadas así porque expresan la voz; y en consonantes, denominadas así porque consuenan con las vocales y no hacen sino marcar las diversas articulaciones de la voz”.

 

***

 

Allí donde pugnan la autoparodia pagana o la requisitoria cristiana,

allí donde lo innoble y lo ridículo imperan,

reposa con mucha frecuencia el secreto más antiguo

Roberto Calasso,

en Las bodas de Cadmo y Harmonía

 

En Las bodas de Cadmo y Harmonía (Anagrama, 1990), de Roberto Calasso, cada línea está escrita como resumen de conocimientos. El libro tiene una conjunción tal de sapiencia, en especial orientada a la mitología y la literatura griega, que sin duda resultará muy complejo de leer para alguien que no esté familiarizado con esos temas. Cada capítulo aborda, sin salidas falsas, sin curvas sin sentido, a específicos personajes, a ciertas acciones, a fracciones de aquel mundo antiguo. El conjunto deviene piezas que encajan en un todo coherente. Me encantó.

Hera y Zeus, los dioses mayores del Olimpo, se amaban apasionadamente e hicieron el amor (p. 29)”durante trescientos años. […] En su más augusto santuario, el Heraion cerca de Argos, podía verse, sobre una tabla votiva, la boca de Hera que se cerraba amorosamente alrededor del falo erecto de Zeus. Ninguna otra diosa, ni siquiera Afrodita, había admitido una imagen semejante en sus santuarios”.

Habla del suicidio (p. 45): “Desde una roca, Ariadna contempla a Fedra en el columpio. Su madre, Pasifae, se ahorca. Ariadna se ahorca. Fedra se ahorca. Erígone se ahorca. Erígone no es una princesa, pero ella será la que subirá al cielo como ahorcada. Su morada celeste es la constelación de la Virgen. […] Con Erígone llegamos al origen de los ahorcadas”.

Artemis es hija de Zeus y pide como don la virginidad, es decir, dice Calasso, “la distancia”, porque (p. 54) “la cópula […] es mezcla con el mundo”. El erotismo mejor para los griegos era la actividad. Lo pasivo era indigno, lo mismo en los hombres que se comportaban en la cama como las mujeres (es decir, penetrados, pasivos), pues es (p. 77) “el placer mismo de la mujer, el placer de la pasividad, lo que es sospechoso en sí, y oculta tal vez una profunda maldad”. Sin embargo (p. 78), “un día, Zeus y Hera discutían y llamaron a Tiresias para preguntarle quien, entre el hombre y la mujer, sentía mayor placer en el coito. Tiresias contesto que, si el placer consta de diez partes, la mujer recibe nueve, y sólo una el hombre”. Una línea para cerrar el tema (p. 83): “Sólo el amante está ‘colmado de dios’ ”.

En la imagen platónica del conocimiento, dice Calasso (p. 157), “no existe la novedad, sino el recuerdo”.

El amor transforma, es metamorfosis. Alfeo (p. 161) “un día se transformó en río por amor”. El mundo de los dioses griegos está lleno de estupros, de incestos. Nace Perséfone, hija de Zeus. Él (pp.188-189) “la vio cómo crecía. Cuando la vio fuerte, floreciente y ‘henchida de linfa’, se sintió irremediablemente impulsado a repetir su gesta. […] Ahora emigra en forma de serpiente y, bajo el feroz abrazo, juega con ella tiernamente y la penetra en el coito”.

Los hombres de Esparta eran educados como guerreros y vivían concentrados en un lugar sólo para hombres. Sus primeras experiencias eróticas eran homosexuales (p. 236): “Casarse significaba abandonar, algunas noches, el dormitorio de los compañeros para introducirse en la propia mujer. Eran amores furtivos, rápidos, sin el sueño común. ‘Algunos tuvieron hijos sin haber visto jamás a la mujer a la luz del día’ ”. Por eso (p. 237), “en los juegos gimnásticos, las muchachas espartanas iban desnudas, al lado de jóvenes desnudos, aproximadas ‘no por necesidad geométrica, sino erótica’, anota Platón”.

Ropodi se estaba bañando y un águila tomó una de sus sandalias. La dejó caer cerca del faraón (p. 244): “El faraón admiró la belleza de la sandalia. Envió hombres a todas las partes de Egipto para buscar a la mujer a la que pertenecía esa sandalia. La encontraron finalmente en Naucratis. Se convirtió en la esposa del faraón. Cuando murió, fue honrada con la pirámide”.

La historia de los griegos es de coitos y asesinatos (p. 313): “La larga cadena de las historias antes de la historia, en la que la Ilíada y la Odisea formaban algunos eslabones, se abría con la cópula de Urano y Gea, y se cerraba con la muerte de Ulises. […] Ulises ha suscitado menos respeto que cualquier otro héroe. Se rumoreaba incluso que había sido amante de Homero. Por eso el poeta lo había tratado tan bien, ocultando muchos de sus rasgos vergonzosos”.

Hay paralelismos en la muerte de dos héroes (p. 315): “Ulises y Edipo, los héroes más inteligentes, fueron muertos y mataron por error. Ulises fue muerto por su hijo Telégono, que no le reconoció. Edipo mata al padre Layo, sin reconocerle. En ambos casos por una pelea trivial: por la precedencia en un cruce, porque los guardianes del palacio de Ítaca discuten con un desconocido”.

Cadmo salva a Zeus de la muerte (¡un hombre salva a un dios!) y éste le promete como esposa a Harmonía (p. 346): “Ahora Cadmo debía fundar su ciudad. En el centro estaría el lecho de Harmonía. […] Todos los dioses habían bajado del Olimpo para las bodas de Cadmo y Harmonía”. Cadmo calló su ayuda al dios de dioses y, por eso (p. 347), “Zeus miraba a Cadmo con los ojos de un amigo que ha mantenido una promesa secreta”.

            Contactos: hectorcortesm@gmail.com

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