San Sebastián en Suchiapa

Chiapa y Suchiapa comparten varias tradiciones; una de ellas, es la de San Sebastián. En Suchiapa también danzan parachicos, pero muchos lo hacen con máscara de torito. También hay hombres que se visten de mujeres como los chuntás.

Solo que mi pueblo en esto último ha sido más flexible. La gente se disfraza como si viviera un carnaval. Por las calles abundan danzantes disfrazados de muñecotes horrendos, inflados de hule espuma, con espaldas descomunales, más anchos que altos y con una cabecita deforme que apenas sobresale en ese cuerpo mastodóntico.

En Chiapa, las chuntás también se han transformado, en esas leyes de las mutaciones infaltables, pero conservan sus enaguas y sus blusas tradicionales. Es cierto que desde hace algunos años se pintan los labios y se ponen cada vez más maquillaje, pero no andan en estos afanes de abandonar las trenzas para colocarse máscaras de Halloween.

Afortunadamente en mi pueblo sobreviven los parachicos de torito con sus vistosos zarapes, sus monteras coloridas y sus eléctricos pasos que resucitan la fiesta brava en inofensivas suertes de un matador con capote ante un torito cerrero y juguetón, enamorado de la luna y de su historia centenaria.

Mujer parachico.

Chanti Serrano, el poeta de mi pueblo, decía que la danza del parachico de Suchiapa era más hermosa que la de Chiapa. Hablaba por supuesto desde su corazón arrebatado del pozol de nambimba. No comparto esas concesiones.

Si alguna vez nuestra danza fue más vistosa que la del río Grande, eso ha quedado en el pasado, y la han venido matando el baile carnavalesco de esos monstruos de Botero. Al menos antes había disfraces magistrales y pasos ensayados para ganarse el premio del mejor danzante. En los setenta y ochenta llegaban los surimbos dispersos en el país para disfrutar de la feria de San Sebastián.

De Oaxaca arribaban Erisel Gómez Nucamendi y su sobrino Mandi. Otros viajaban de la Ciudad de México y se sumaban a la cofradía del Cachorro, de Gandhi, Fredy, Eloy, Vicente y tantos otros para vestirse de viejitos, de viejitas y muchachas coquetonas

Hoy dominan los muñecos espeluznantes, gordos, deformes, inflados con kilos de algodón y hule espuma.

La bajada de la bandera, que me aterrorizaba de niño por los bombazos que se disparaban, ahora es un desfile disperso de grupos de danzantes que marchan por su cuenta. No hay quién logre ponerlos de acuerdo. Cada uno decide de qué se disfrazará en este mercado carnavalesco. Hay quienes optan por convertirse en muñecos diabólicos, en simios tenebrosos, en Joker o en Pingüino, el rival de Batman. Eso sí gordinflones todos. Quizá no me he dado cuenta y esta danza está pensada en homenajear al maestro Botero.

Sigo prefiriendo a los danzantes de mi infancia: esmerados en sus pasos, acicalados en sus disfraces y divertidos con los asistentes. Todavía hay algunos que se aferran a la tradición, pero son los menos.

Por eso ya no me interesa esa danza. Prefiero quedarme con los que no me han decepcionado en este sendero zigzagueante de las tradiciones. Me quedo con mis parachicos de torito enamorados de la luna y de Suchiapa.

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