Tuxtla: la rusticidad del gobierno y su indolencia

Menos puentes, más ciudad

En su libro, Vida y muerte de la ciudades, Jane Jacobs hace una exploración sobre las ciudades americanas, particularmente sobre New York, no desde la mirada académica y el frío diagnóstico de las condiciones urbanas y sus consecuencias más serias para la ciudadanía. Jacobs analiza la ciudad desde el habitante que sufre los imponderables de la vida cotidiana sujeta a su majestad, el auto. Su tesis más demoledora es que las ciudades del siglo XX estaban provocando una suerte de deshumanización, en tanto que se desplaza a los habitantes del uso y disfrute de los espacios públicos que el entorno urbano puede eventualmente ofrecerle.

Con cierta nostalgia, Jacobs hace un recuento de cómo el habitante común, el transeúnte que recorre la ciudad a pie o en transporte público, cada vez más se le cancelan espacios para transitar libremente o se le margina cada vez más, por la violencia o las políticas segregacionistas de las imperativas medidas del Estado o el capital, de los lugares de convivencia o de los espacios de circulación.

Algunas de mis amables lectoras tuxtlecas, me comentan que en sus travesías diarias terminan por afrontar infortunios y riesgos que a menudo son ocasionadas, deliberadamente o no, por las autoridades encargadas del tránsito y la construcción de infraestructura que, en teoría, permitiría un flujo más eficaz de quienes a diario deben atravesar o hacer prolongados recorridos por todo lo ancho y largo de la ciudad capital del Estado de Chiapas.

En particular me informan que, con las eternas obras y supuestas mejoras en el libramiento norte para eficientar la circulación, no se toman las medidas adecuadas para evitar riesgos y/o posibles accidentes mientras se llevan a cabo los trabajos. Por el rumbo de la Torre Chiapas se realizan obras de acondicionamiento a algunas de las calles que desembocan en el libramiento. Dentro de las ausencias de la autoridad y las nulas medidas de protección para la ciudadanía, me informan que no hay iluminación suficiente como para que los transeúntes tomen las precauciones debidas. Al mismo tiempo, me reportan que la autoridad brilla por su ausencia y, en particular, detectan que no hay agentes del orden a fin de vigilar y monitorear la circulación, de modo que se pueda circular con la mayor seguridad posible. Peor aún, me dicen que estas circunstancias ya han provocado algunos accidentes en la zona, como el caso de un ciclista atropellado por un conductor de una camioneta el día de ayer. En buena medida este tipo de percances se producen por todos los elementos señalados, pero en particular porque existe poca visibilidad y precaución al circular.

De por sí ya es grave esta situación y mucho peor la ausencia de la autoridad frente a las obras que ella misma emprende, pero lo que igualmente escandaliza a mis interlocutoras es que pretenden realizar todo un ecocidio en los camellones de esta zona, pues la autoridad tiene la intención (o ya lo ha hecho, no lo sé) de cortar los árboles que, en una ciudad como aquella en que su temperatura promedio está por encima de los 35° grados, no solamente convierte la medida en un despropósito mayúsculo sino en un auténtico suicidio que pagarán sobre todo los habitantes de transitan las calles por su propio pie.

No está mal que la autoridad se empeñe en llevar a cabo obras públicas que, en teoría, deberían mejorar la circulación. Lo que resulta inaceptable es que no tome las medidas de precaución adecuadas y, peor aún, termine por practicar una política rapaz frente a las magras condiciones ambientales que a menudo caracterizan a los procesos urbanizadores.

Resulta muy común, también, que la gran mayoría de las obras terminen por ser innecesarias, irrelevantes o, de plano, absurdas. Con frecuencia se dice que se trata de obras prioritarias o urgentes con el fin de atenuar las penurias ciudadanas, cuando lo que vemos es producto de la mala planeación, la realización de obras de las llamadas de relumbrón; o incluso, una manera de gastar el presupuesto y repartir el dinero público a constructores voraces.

Tampoco es ocioso hacer un llamado a los planificadores que diseñan y se encargan de realizar estas obras. Si de por sí terminan por hacer lo que los políticos insensibles les imponen, mínimamente deberían pensar en no provocar mayores dificultades a la ciudadanía y, por sobre todo, evitar al máximo los peligros.

Ante hechos como estos, también la población debe poner su grano de arena en una ciudad que por momentos resulta no solamente caótica, sino una verdadera aventura frente a la predisposición de los automovilistas y la condición gorilezca mientras el volante y la velocidad nos proporcionan una ilusa sensación de poder. Todos podemos poner la parte que nos toca, pero la más comprometida es la autoridad. Ojalá los representantes de la ley en Tuxtla tomen cartas en el asunto y, desde luego, hay que invocar a los dioses para que no ocurra ni un percance más.

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