Cuando la literatura también es crítica mordaz

Thomas Bernhard (1931-1989) es, con seguridad, una de las plumas más originales y ácidas de la literatura del siglo XX. Aunque no nació en Austria -“un país asesinado” (p. 77)-, prácticamente toda su obra en forma de novela, cuento, poesía o teatro gira alrededor de ese país que se convierte en escenario, objeto de descripción crítica y obsesión constante en su narrativa. Resulta hasta cierto punto lógico, por lo tanto, que en Austria su figura y obra hayan sido y sean polémicas e, incluso, odiadas.

Entre mis lecturas tenía pendiente su novela Extinción, publicada originalmente en 1986. Momento donde debió ver más cercana una muerte, acaecida tres años más tarde, que siempre tuvo próxima desde su enfermiza infancia hasta la adultez. No era la primera vez que leía a este autor que entrecruza sus vivencias personales, marcadas por su niñez, y el aborrecido mundo social y cultural austriaco. Otras novelas o su compendio autobiográfico son una buena referencia de ese singular planeta emocional construido en sus textos.

Su innegable anhelo de libertad personal, coartada por las restricciones sociales y morales del mundo que le tocó vivir y donde se incluye la Segunda Guerra Mundial y el nacional socialismo, siempre está presente en sus narraciones. Y todo ello expuesto a través de una escritura redundante y enlazada, sin prácticamente descansos, que se muestra ritualizada en su forma y en su contenido. Este último caracterizado por el mencionado escenario austriaco al que aborrece por su sometimiento moral e hipócrita simulación social. Una apuesta por la libertad, en el amplio sentido del concepto, que se confronta constantemente con aquello que detesta: “aunque la era nacionalsocialista había pasado hacía tiempo, fui educado sin embargo de una forma nacionalsocialista y al mismo tiempo católica, es decir, según ese método coercitivo mixto austriaco, horrible y espantoso para el adolescente” (p. 192).

Para quienes se enfrenten por primera vez a este autor, Extinción puede ser un reto demasiado ácido porque esa desaparición de un ser humano o una especie, implícita en el nombre de extinción, y que flota en la novela como premonición de su muerte o como deseo de destrucción de lo que aborrece, no siempre resulta fácil de digerir por la propia construcción narrativa de Thomas Bernhard. Sin embargo, para quienes deseen asumir el reto encontrarán una compleja lectura sobre el asfixiante mundo de la Austria que detesta. En definitiva, las heridas emocionales, y también físicas, de su infancia reaparecen en este y otros de sus textos como telón de fondo de su crítica mirada del entorno social que desde “hace siglos” no ve seres humanos, “sino solo títulos y diplomas” (pp. 55-56).

Cierro los breves comentarios sobre Thomas Bernhard con algo que desconocía hasta que pensé escribir este texto. Se trata de dos cuestiones que ilustran el talante y la forma de entender la vida de este novelista. Una fue la instrucción de que no se notificara su muerte hasta después de su funeral. La otra es la explícita prohibición de escenificar sus piezas de teatro y publicar su obra inédita en Austria tras su fallecimiento. Decisiones que cobran sentido y son coherentes con el contenido de su creación literaria.

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