La bondad de un ogro, 1

Casa de citas/ 651

La bondad de un ogro, 1

(Notas sobre la literatura chiapaneca)

Héctor Cortés Mandujano

 

 

Con mis amigos Andrés Felipe Escovar y Daniel Maldonado comenzamos un triálogo, a partir de una serie de preguntas provocativas que les hice sobre la literatura escrita en Chiapas. Ellos respondieron y a su vez me hicieron una serie de interrogaciones, que intenté contestar. Es probable que nuestra conversación aparezca en un sitio específico; sin embargo, porque considero que puede tener interés para ti lector, lectora, con algunos arreglos que explican algunas cuestiones, lo publico aquí (con todo y saludo). Ojalé te resulte interesante.

 

Andrés Felipe, Daniel, hola a ambos.

¡Cuántas preguntas y solicitudes de definición!

Vamos a ello.

 

La primera pregunta se refiere al acto de leer. Estas son mis reflexiones: Leer es un acto personal, de acuerdo, y eso, si lo tomamos a pie juntillas, hace imposible todo: la valoración crítica que salga de nuestra propia sombra (leo lo que leo y ya está), la posible tradición literaria e incluso la historia de la literatura (me da igual lo que se haya escrito, si no lo he leído) y, por supuesto, la palabrita que aparece recurrentemente en nuestros escritos: el canon, pues el canon cancela (son los que son y nadie más entra), hace un potrero para que sólo pasten las vacas sagradas. La idea, creo, es hacer una lectura, si no panóptica, por lo menos que abra más los ojos a lo que está detrás, enfrente y al lado de los libros que leemos.

 

Otra interrogación sobre estas cuestiones: ¿Qué se enseña y cómo se enseña? No podría dar una respuesta más que basada en mi experiencia. Tomo una de las muchas que he tenido. La Escuela de Cine Descartes. Y cinco libros: Manual de inquisidores, de António (se pone el acento) Lobo Antunes; Abril quebrado, de Ismaíl Kadaré; El cuaderno dorado, de Doris Lessing, y dos de Chiapas: Yo también me llamo Vincent, de Alejandro Molinari, y ¿Te gusta el látex, cielo?, de Nadia Villafuerte. Los leían y los discutíamos, primero en su estructura, luego en su temática general y luego en los varios temas accesorios, después en la tradición de la que venían (Portugal, Albania, Inglaterra, Comitán, Tuxtla-Centroamérica), la ubicación del libro en la trayectoria del autor, su tono, sus tiempos, sus narradores, sus referencias, etcétera, para aterrizar en la idea que cada cual tenía sobre su adaptación al cine: edades, vestuarios, locaciones, diálogo… La idea era que pudieran hacer muchos apuntes del libro (geográficos, de la época que narraban, etc.) hasta llegar a deconstruirlo para entender su proceso de construcción. Digamos que, en términos generales, ese es incluso mi modo de leer.

Ilustración: Juan Ángel Esteban Cruz

¿Qué y de qué modo se lee? De nuevo hablo en primera persona. Hay un qué y un modo de leer en un lector que estudia en una escuela. ¿Qué? Lo que le piden o lo que necesite para acreditar una materia; el modo, si no lo sugiere el profesor (o facilitador o guía, como queramos llamarlo), lo tiene que inventar el estudiante. Puede hacerse líos, si no tiene mucha experiencia lectora. Jorge Volpi aparece cerca de la pregunta. Me parece que Volpi es famoso y poco leído. De hecho, hace una estructura básica para escribir (simplifico, claro): llena ficheros con investigaciones, luego genera una especie de esqueleto y lo llena. Es envidiable su caso, para quienes quieren ser famosos y premiados como él. Su escritura no me parece envidiable.

Hace años tuve oportunidad de convivir un par de días con Carlos Monsiváis (fui, junto con otros, su anfitrión) y me dijo que él sabía que su fama estaba por encima de su lectura. Me contó que envió seis veces la misma columna a un periódico (El Nacional) y nadie lo notó.

Es famosa la anécdota sobre el brevísimo cuento “El dinosaurio”, de Monterroso. Le preguntaron a una señora si ya lo había leído y contestó “Lo estoy leyendo”. Hay muchos mitos, pues, sobre la fama, que no siempre está acompañada por la lectura. Hay colegios que se llaman Octavio Paz, Sor Juana Inés de la Cruz y no hay, ni para remedio, un libro de ellos. En uno de mis cursos, donde estaban representados los mejores alumnos de las preparatorias del estado, pregunté sobre sus lecturas. No sólo no los habían leído: nadie sabía quiénes eran Jaime Sabines (“¿Es uno que fue gobernador?”) y Rosario Castellanos. El único escritor, del que incluso se sabían de memoria su “Canto a Chiapas”, era Enoch Cancino Casahonda. Todo lo demás era, es sombra (la respuesta sobre la enorme popularidad de ese poema me la dio el propio Noquis en un libro que hicimos juntos sobre el “Canto…”: apareció en un disco súper popular de un declamador famoso. El disco fue un top en Chiapas. La gente no lo leyó: lo oyó. Yo también aprendí su poema de niño y tuve, años después, la fortuna de ser su amigo. Era un tipo maravilloso).

 

¿De verdad se lee y se discute en aulas lo que se escribe aquí, en Chiapas? La respuesta es breve: No. Maticemos: Eso creo. Yo tengo lectores universitarios, por ejemplo, pero no es porque esté en programas de estudio o porque el maestro me haya recomendado. Eso pienso. Tampoco es usual que los autores chiapanecos, salvo que sean amigos, se lean entre sí. Yo intento hacer lo que no hacen los demás y leo a tirios y troyanos. Un amigo mío dice que no es mérito en mi caso, sino vicio. “Lees lo que sea”, me dijo. Hace un tiempo me invitaron a una conferencia, que me pagarían, sobre lo que une a las literaturas del sur-sureste (Oaxaca, Tabasco, Veracruz, Quintana Roo…). Decliné del tema y les propuse otro. Les dije que no conocía libros ni autores de esos lados (sí, algunos, pero no para hacer una conferencia). Es más fácil conseguir un libro de Czelaw Milosz, de Lituania, que uno de Ramón Bolívar, de Tabasco.

 

Los viejos autores son publicados cuando alguien con poder de recomendación o decisión lo vuelve posible en las instituciones de gobierno o culturales. Flavio A. Paniagua (Una rosa y dos espinas), entiendo, fue publicado a instancias de Jesús Morales Bermúdez, en el Instituto Chiapaneco de Cultura, y Juan Ballinas (El desierto de los lacandones) porque yo lo recomendé junto con otros en el Coneculta, cuando fui asesor del director de publicaciones, Julio Derbez. Los otros no han tenido suerte, porque no ha habido quién los recomiende. Que los conozcan los funcionarios es como creer en la bondad de un ogro.

Contactos: hectorcortesm@gmail.com

 

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