Ángeles del Infierno

Foto: @omar_unholy

No fue el pésimo lugar para un concierto de heavy metal, tampoco el terrible sonido que hizo indescifrable cualquier intento melódico de las bandas del cartel. No importó siquiera la poca asistencia de un público que se aventuró a pagar las caras entradas para los fans más aferrados del rock, pero quizá también los más precarios. Qué decir del cobro de 10 pesos por ir al baño, sucio, sin mantenimiento. Mientras unas personas nos cobraban lo que querían en un público cautivo lleno de cerveza, uno no deja de pensar en la actitud miserable, insisto, no de esta gente, sino de los ambiciosos empresarios que permiten eso.

Nada de eso impidió nada. Lo del viernes en Tuxtla fue una poderosa convocatoria a una evocación generacional, pero, ante todo, a la hermandad roquera que pese a todo prevaleció de principio a fin en el concierto de los Ángeles del Infierno.

En la víspera, al volver a tocar las rolas de antaño y recordar los riffs de hace cuarenta años, algo sonaba distinto en el ambiente previo a la cita. Los días pasaban y los recuerdos volaban. Debíamos volver a vestirnos de negro, a sentir el apego, la energía siempre inmediata del heavy. Todo eso se convirtió en un presagio: debía ser una buena noche la del viernes 10 de noviembre.

La onda comenzó en el taxi, hablando del Juguete Rabioso y de Paco Ignacio Taibo II. Una llamada y la reunión con los colegas sería en el Domo del ISSTECH, sitio que no conocía como espacio para tocar música. Buscamos a César en la fila y nos presenta a dos tipos y sus acompañantes; el de pelo largo (el parecido a Dave Moustaine, líder de Megadeath era sorprendente) con su pareja y sus dos hijas gemelas adolescentes, ambas de negro y con estampas de Motorhead y AC/DC; el otro, de gafas y con pinta de intelectual más que de roquero, también venía acompañado, de su pareja y otras personas. Noche fresca, todos ataviados con su indumentaria metálica de guerra. Jorge llega con una cerveza y bebemos un sorbo. Nos despedimos de la gente para agarrar nuestro camino en búsqueda de más bebida, en tanto abrieran el Domo ya con una más de una hora de retraso.

Caminando preguntamos y resultó que nadie conocía a la gente de la fila, ni ellos venían juntos. Simplemente nos juntamos, hablamos, y ya. La solidaridad roquera en evidencia. Por supuesto que había la necesidad de beber algo.

El concierto comenzó tarde, pero no importó, y no por nada, sino porque el sonido era ínfimo, realmente atroz. ¿Cómo se le ocurre hacer un concierto en el peor de los lugares para tocar música? Lo que salvó esa primera andada de bandas locales abridoras fue su inmensa calidad escénica, súper profesionales, con toda la dignidad posible ante un escenario jodido en producción. El ambiente siempre giró en ese tono, no se podía apreciar nada, pero todo el mundo estaba dispuesto a estar en camaradería.

Ya hemos dicho que probablemente la identidad roquera más aferrada, más incólume es la de los metaleros. Tendencias pasan y sobrevienen cosas nuevas, pero el heavy metal, tan satisfecho, ni se inmuta ni se trastorna. Simplemente está ahí, siempre presente, quizá anquilosado en su estética recurrente, de negro, cabello largo, pero siempre potente y rebelde, por donde se le vea, en cualquier hueco de su identidad.

Y es que, en mi generación, los Ángeles del infierno no son cualquier banda de heavy metal. En los tiempos de la adolescencia, escuchábamos todo tipo de material pesado. Conseguíamos el material en forma tribal, de boca en boca, de mano en mano en una ciudad del sur profundo, provinciana y conservadora. Conforme obtenías más material, más exigente se volvía uno. La evolución vendría poco después, mientras unos se volvían fans de Queen, otros nos acercamos más a AC/DC.

En esas andábamos cuando prácticamente de la nada llegó a nuestro entorno el disco Pacto con el Diablo, de un grupo español, unos tales Ángeles del Infierno, con un nombre que nos decía todo de su manifiesta pesadez musical. La fuerza con que irrumpió nuestra cotidianidad roquera no únicamente fue la calidad musical, sino otra, muchísima más importante: por primera vez en nuestras vidas escuchamos heavy metal en español, rock en el idioma de uno, letras alusivas a nuestra vida juvenil donde podíamos entender absolutamente todo.

Sin duda todo un cisma y choque generacional del bueno. Por esos años estaba Cristal y Acero, banda de metal mexicana y obviamente el Three Souls in My Mind, en otra frecuencia sonora. Pero los Ángeles vino a revolucionar nuestra forma de apreciar el rock, total y rotundamente.

De ahí que era un deber cívico y patriota asistir a una tocada memorable en todos los sentidos, sentir en vivo el ambiente sentimental de una semana antes del toquín y conocer, por fin, la existencia de algo vigorosísimo al “otro lado del silencio” de nuestras emociones musicales.

 

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