Domingo en la plaza

Van Gogh

La mañana del domingo estaba soleada, sin embargo, del lado donde había sombra el clima era lo contrario, el frío se dejaba sentir. El reloj de una construcción en la plaza marcó las nueve campanadas, Blanca había llegado puntual a la cita con Lucinda y Sebastián, a quienes había conocido un día antes en el intercambio estudiantil en el que coincidieron en ese pueblo.

Buscó la ubicación en su celular, identificó el lugar donde acordaron reunirse, se acercó al restaurante. Echó una vista al interior para ver si estaban en alguna mesa, no los halló. Decidió sentarse en una de las mesas de afuera, ubicada en los portales.

Un mesero se acercó y le ofreció la carta.

—Buen día, bienvenida, ¿mesa para cuántas personas?

—Buenos días, gracias. Para tres, por favor. Aún vendrán dos personas.

—Muy bien, ¿gusta ordenar algo? Le dejo la carta.

—Sí, por favor.

Blanca agradeció y comenzó a revisar qué podría pedir. Le apeteció un chocolate calientito, el clima lo ameritaba. Degustó su bebida, estaba deliciosa. Había elegido sentarse frente a la plaza central del pueblo. El lugar estaba concurrido, gente iba y venía. Blanca revisó la hora, las nueve con diez minutos. Revisó el mensaje que Lucinda le mandó, clarito decía que a las nueve de la mañana se veían. Decidió seguir disfrutando su chocolate mientras esperaba.

La plaza central era grande, sin el tradicional kiosco al centro, más bien tenía una fuente  que deleitaba al público con las formas que hacía la caída del agua. Algo que llamó la atención de Blanca era el tamaño de las bancas de cemento que tenía alrededor la plaza, calculó que medían alrededor de tres metros de largo, con unos detalles que decoraban a cada lado.

Su mirada siguió recorriendo el paisaje, parejas caminando, un padre pendiente de que sus hijos jugaban en triciclos,  un señor y una señora degustando alimentos como en día de campo y como en un tercer plano de donde ella se ubicaba, justo después de la calle que separaba los portales de la plaza estaban dos señores de edad mayor conversando, ambos de espaldas frente a la vista de Blanca. Ninguno se sentaba en la banca, más bien cada uno apoyaba una pierna sobre el asiento y la otra la mantenía en el piso. Era como si estuvieran sincronizados en sus movimientos, había tal armonía en la comunicación no verbal, en cada cambio de movimiento de brazos y piernas que tenía atrapada la atención de Blanca.

El mesero se acercó nuevamente para preguntar si gustaba ordenar algo más, Blanca respondió que esperaba a que llegaran sus acompañantes, luego volvió la vista a la plaza y los señores se habían esfumado.

—¿A dónde se fueron tan pronto? Si fue solo un instante el que me distraje — se dijo para sí mientras se levantaba del asiento intentando hallarlos con la mirada. No los encontró, por el contrario, a lo lejos alcanzó a reconocer el sombrero en tono naranja que portaba Lucinda el día que la conoció, a su lado una boina negra también se vislumbraba, era Sebastián que venía a su lado. Blanca permaneció de pie y comenzó a mover la mano derecha, como señal de saludo, ambos le correspondieron, a la vez que apresuraban el paso. El reloj marcaba las nueve con treinta minutos, así continuaba el ritmo de un domingo en la plaza.

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