El goloso pez de la lengua
Casa de citas/ 670
El goloso pez de la lengua
Héctor Cortés Mandujano
Me resultó una agradable sorpresa hallarme que, en uno de mis lectores electrónicos, había un libro de cuentos de Julio Cortázar que no había leído: La otra orilla (publicado en 1995), que contiene relatos que escribió Cortázar entre 1937 y 1945.
El que más me gustó (y del que nada cito) es “Bruja”. Qué maravilla.
Dice Cortázar que los da a la imprenta a sabiendas de que tal vez no hagan a la perfección un conjunto homogéneo (de hecho hay varios poco logrados, que parecen y son, supongo, las primeras tentativas de quien después se volvió un maestro del género), pero al final de cuentas “un libro más es un libro menos”.
En “El hijo el vampiro” Duggu Van chupa la sangre a Lady Vanda, a quien también posee sexualmente y dice el narrador (p. 10): “Exaltaba en su recuerdo el sabor de la sangre donde había nadado, goloso, el pez de su lengua”.
De “Puzzle” me gusta esta descripción (p. 32): “La noche era antipoética y calva”.
“Historias de Gabriel Medrano” es un apartado con varios cuentos; en “Retorno de la noche” dice y aquí me resultó muy interesante el comparativo (p. 37): “Tenía sed, miedo, fiebre; una fiebre de serpiente, viscosa y helada”.
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¿Qué es la honestidad la mayor parte de las veces
sino miedo?
Orhan Pamuk,
en Me llamo rojo
He leído varias novelas de Orhan Pamuk, Premio Nobel de Literatura 2006. Leo ahora, regalo de mi amiga Ceci Vázquez, Me llamo Rojo (Alfaguara, 1998), con traducción de Rafael Carpintero.
La novela trascurre en Estambul, de donde es también Pamuk, y en sus 564 páginas la historia se sostiene con el suspenso que dan los muchos y breves capítulos donde hablan los muertos, las mujeres, los hombres, los animales, las pinturas e incluso los colores. Uno lee este libro con mucha rapidez, con muchas ganas.
Cuenta en “Yo, el perro” uno callejero sobre una perrita coqueta (p. 28): “Era tan delicada que hasta tenía un vestido de seda roja. Lo sé porque un amigo mío se la cepilló: la perra no podía follar sin su vestidito”. Es una costumbre, dice, de algunos países, vestir a los perros: “Por ejemplo, cuentan que una mujer franca de lo más melindrosa vio un perro desnudo, o quizá le viera su cosa, no lo sé, y gritó ‘¡Ay, un perro desnudo!’ y se cayó sin sentido”.
La historia que cuenta el libro gira sobre, justamente, un libro que el sultán ha encargado al Tío. Ni los ilustradores (que son, en buena medida, protagonistas de la historia) saben sobre qué va, pero la inferencia de uno de ellos que puede ser pecaminoso produce una muerte a la que le sigue otra. A su modo Me llamo Rojo es una novela policiaca, con muchos meandros.
Dice el que protege su identidad hasta en los títulos de los capítulos donde habla (“Me llamarán asesino”) sobre la maestría en el dibujo que deben tener los ilustradores, gremio al que pertenece (p. 36): “Los antiguos maestros de Shiraz y Herat […] decían que para que un ilustrador pudiera dibujar un verdadero caballo, tal y como Dios lo ve y lo desea, debería estar cincuenta años trabajando en ello sin parar y añadían que, de hecho, la mejor imagen de un caballo sería aquella que se dibujara en la oscuridad”.
En los capitulitos llamados “Yo, Seküre” habla la mujer que agrega a la novela el amor como tema. Su marido era un guerrero que no ha vuelto (p. 66): “Me daba la impresión que olía ligeramente a sangre, pero, quizás porque agotaba todas su fuerzas matando hombres y consiguiendo botín en las guerras, en casa siempre era tranquilo y dulce como una mujer”. Seküre es hermosa. Hasan, hermano de su marido, dice ella (p. 68), “me miraba a veces con un enorme deseo, como si él se estuviera muriendo de sed y yo fuera un vaso helado de jarabe de cerezas”.
Aceituna, en “Me llaman Aceituna”, reflexiona sobre su arte (p. 111): “Pintar es recordar la oscuridad”. Ester (“Me llamo Ester”), la recadera de cartas de amor, dice (p. 119): “¿Es el amor el que vuelve estúpidas a las personas o es que sólo los estúpidos se enamoran”.
Dice Seküre, quien tiene de enamorados no sólo a su cuñado Hasan, sino también a Negro (p. 126): “Lo malo no es envejecer, volverse fea, ni siquiera quedarse pobre y sin marido, sino que nadie te envidie”.
El narrador de “Soy vuestro Tío”, el maestro ilustrador a quien encargaron el libro, y contrata a los ilustradores donde hay un asesino y un muerto, también piensa sobre su oficio (p. 156): “La poesía y la pintura, el color y la palabra, son hermanos”. El Tío es también muerto violentamente; dice él que gritó, que aulló de dolor por los golpes que le dio el asesino (p. 238): “Si se hubiera pintado mi grito habría sido verdísimo”; luego (p. 239): “No veía ningún color y me di cuenta que todos los colores eran rojos”.
El Maestro Osman (de algún modo contrario al Tío) piensa que los niños (p. 321) “resumen todas las normas del Universo”; él describe (“Yo, el Maestro Osman”) a los ilustradores, buscando al asesino; dice del Mariposa (p. 354): “Es tan apuesto que quienes lo ven no dan crédito a sus ojos y quieren verlo por segunda vez”.
Cada ilustrador se presenta ante el lector (Aceituna, Mariposa, Cigüeña y ya antes lo hizo, cuando lo mataron, Donoso). Dice Aceituna (p. 377): “Cuando pinto la imagen de un caballo maravilloso, me convierto en ese caballo maravilloso”.
Aceituna dice también que su madre le dijo (p. 516) “que en el mundo había dos tipos de hombres. Unos eran los incapaces de superar las palizas que se llevan de niños. Ésos siempre estarán acobardados porque, tal y como se pretende, las palizas matan su demonio interior. Y luego están aquellos afortunados a quienes las palizas acobardan y adiestran a su demonio interior sin llegar a matarlo”.
En el final se encuentra al asesino, por supuesto, y las cosas de amor entre Negro y Seküre logran un cauce menos maravilloso que la pasión, pero no alejado de los vuelos erráticos de la vida. Un gusto leer a Pamuk.
Contactos: hectorcortesm@gmail.com
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