EZLN, 30 años

Foto: Archivo Tito Cotoch

Dedicado a mis entrañables amig@s, Shantal y Álvaro

Después del levantamiento armado del Ejercito Zapatista de Liberación Nacional (EZLN), La Jornada Ediciones convocó a enviar textos, testimonios personales, anecdóticos, de cómo la gente de a pie habíamos visto el alzamiento indígena de Chiapas, desde muchos ángulos y puntos de vista. Lo que resultó, fue un interesante libro (prologado por el siempre mítico Sub Comandante Marcos), en donde se puede leer diferentes formas de entender elnuevo zapatismo en el sur de nuestra nación. Un poco fue el tono de “cómo nos fue en la feria” a la hora de tratar de entender lo que no se podía en ese momento, al menos en su parte aguda desde el punto de vista social, político y cultural. Un movimiento que cimbró por completo al país de norte a sur y, sin exagerar, al mundo entero.

Creo, la convocatoria fue en 1996, a dos años de la aparición de la guerrilla, pero salió en 1997. Yo envié un texto, pero nunca supe más de la edición, ni si mi testimonio había sido publicado o no. Nunca llegué a ver el libro impreso. En parte porque, recordemos, en 1994, los diarios de circulación nacional llegaban a Chiapas con un día de atraso, o sea, los ejemplares impresos de La Jornada (el más leído de todos en ese momento), llegaban un día después del día de la impresión. Quiero decir, en Chiapas (y además explica una sobresaliente coyuntura política del movimiento armado), el atraso social era más que incuestionable, también porque teníamos un día menos en el desarrollo mundial por el atraso de las noticias.

Años después, pregunté en los teléfonos del diario y nunca hubo respuesta, escribí mails y nada. En tres Ferias del Libro, fui al espacio de La Jornada y me dijeron que los ejemplares estaban agotados. Tampoco me podían mostrar el índice. No sabía nada de mi texto. Un chavo, en Guadalajara, me dio su mail y prometió buscar. Le escribí también y me contestó que seguía buscando. Perdí el rastro.

Un día, el escritor comiteco Octavio Gordillo y Ortiz, gran amigo de mi madre, estando con ella en una charla amena en su tienda de artesanías, me dijo que había hecho una investigación en el Instituto de Investigaciones Bibliográficas de la UNAM, donde trabajaba en ese entonces. Consistió en compilar publicaciones de escritores chiapanecos, entre los que estaba yo, con dos obras y ese testimonio. Al fin pude saber de él. Me dio alegría inmensa, solo por saber el destino de algo que me conmovió a mi manera y que estaba ahí, reflejado en un escrito hallado casi 25 años después. Me regaló unas fotocopias y le agradecí mucho.

A continuación, el texto tal y como se publicó, en homenaje a los 30 años del levantamiento del EZLN, porque una parte de mis sueños políticos también tienen esa edad:

En la mañana del treinta y uno de diciembre, pasamos por la presa La Angostura rumbo a Tuxtla Gutiérrez, donde celebraríamos la fiesta del Año Nuevo. Al detenerse el auto en un tope, alcanzamos a ver a un somnoliento soldado, mal uniformado, sentado en un montículo de costales viejos y sucios.

Bostezaba. Un sol tenue le caía sobre el desgastado uniforme y sobre su rifle de asalto FAL, de fabricación belga, a un lado. Su uniforme viejo, ni era verde olivo, ni estaba en condiciones de usarse en campaña.

Estaba aburrido. Era el fin de año de 1993.

Después del desvelo festivo, la mañana del primero de enero de 1994, mi hermano nos despertó diciendo que Jorge, un amigo de la familia, llamó para saber cómo estábamos, y de paso comentó que su papá se había comunicado con unos familiares en San Cristóbal. Le habían dicho que unos campesinos habían tomado la plaza central de la ciudad, y no sólo eso, también en Las Margaritas y otros dos municipios de la selva. En Chiapas es muy común la toma de alcaldías y plazas municipales debido a los ancestrales problemas agrarios. Pero esta vez Jorge había dicho algo que nos inquietó: «están bien armados.»

Mi padre también se preocupó. Encendimos primero la radio confirmando la noticia, después la televisión. Lo que vimos fueron escenas que quedarían grabadas para siempre en la historia del país: campesinos uniformados, algunos fuertemente armados, con paliacates o pasamontañas sobre los rostros, pintas revolucionarias en las paredes. Era una guerrilla en forma en México.

«Aquí fue Zapata» dije en voz alta, en alusión a Sandino y Farabundo Martí en Centroamérica. Nadie entendía nada. Los reporteros locales preguntaban afanosamente sin que se diera una explicación convincente al asunto. Explicación era la palabra. Nadie sabía lo que pasaba.

Entre mi familia se comentaban los sucesos con caras de asombro e incredulidad. ¿Una guerrilla mexicana? ¿Aquí mismo, en tiempos de elecciones presidenciales? Todos esos uniformes, todo tan de repente, hasta lo obvio de algunas consignas revolucionarias. Especulábamos. Todo nos parecía muy raro. Nadie sabía nada y todos necesitábamos aclaraciones.

Y el EZLN la dio. En boca del Comandante Felipe, el mundo conocía la Declaración de la Selva Lacandona. Supimos, entonces que le declaraban la guerra al gobierno mexicano.Nada más, ni nada menos. Cuando apareció Marcos, embozado, calmado, intenté oírle un acento nicaragüense o algo que se le pareciera. Teníamos que tener una referencia inmediata porque lo que estábamos viendo parecía más bien una imagen de la guerrilla en Centroamérica. Sin embargo, el mismo Marcos explicaría que se trataba de una rebelión de los indígenas chiapanecos contra el sistema de gobierno que los había olvidado y marginado por décadas. Siglos.

Sobrevinieron los combates. En ese momento, la realidad caía de golpe en todos los mexicanos. La sorpresa llegaba una tras otra. Nadie podía creer que estuviéramos presenciando una guerra civil en México. Las escenas sucedían dramáticamente, eran en verdad terribles. La emboscada contra los indígenas que iban rumbo a Ocosingo, nos mostró de golpe que Ia sangre estaba corriendo en Chiapas. Fue impresionante. Eso teníaque parar. Había que detener la guerra.

Recuerdo que en el barrio y veíamos el puente aéreo militar que se construía en el cielo, Aviones artillados, cargados de rockets y bombas. Jorge, experto en aviones de combate,reconocía los aviones: «ese es un Pilatos», «aquél otro es un P-38″, Hablamos mucho. Nadie comprendía.

El vecino de enfrente, siempre envidioso, siempre queriendo contradecir sin argumentos lodo lo que a se decía, llego para soltar sin más, que él ya había estado en la selva, que,de hecho, ya conocía lo que más tarde se conocería como el EZLN, y remató: «los indios son unos guevones, no les gusta trabajar y todo el crédito se lo gastan en trago.» Hablaba el tuxtleco común. Entonces, nos dimos cuenta que en el estado de Chiapas también se libraba otra guerra: la del racismo y el odio hacia el indígena, contra la opinión de la gente que consideraba la rebelión como una causa justa, los menos cabe decir.

Esa fue la tónica de esos días en Chiapas Y las semanas, meses, días y años después. Ese mismo vecino se burlaría más tarde del comandante Felipe por no hablar bien el español, Era signo de que los desplantes racistas se evidenciaban y antagonizaban entre los chiapanecos  

Después vino el Rumor. Como una ola gigantesca que empujaba todo a su paso, los murmullos, que eran a esas horas verdaderos chismes, cobijaban todas las casas de Tuxtla. Que los combates se estaban dando ya en el Cerro de la Cruz, a un ladito de la ciudad, que vienen por Chiapas de Corzo, que en La colonia Patria Nueva había encapuchados. Una amiga me comentó que su papá dispuso suficiente agua y comida en enormes calderos para los zapatistas, «por si llegaban». Me decía que su padre les recomendaba serenidad y a los guerrilleros había que tratarlos bien. Otra más, me llamó lanzando maldiciones contra «el pinche cubano'» que había arrastrado a los Indígenas a una guerra. Mi madre, asustada como quizá todas las amas de casa de Tuxtla, salió a la miscelánea de la esquina y se hizo de varios kilos de arroz y frijol; vio que por las calles del barrio los vecinos, silenciosamente, hacían lo mismo. Fuera de eso, las calles completamente vacías, el silencio apilaba una especie de tensión y de inseguridad.

Otro conocido comentó que, en un lugar de las afueras de Tuxtla, allá por La Chacona, se habían visto cuerpos tirados de «soldados de fuerzas especiales gringos, como Rambo«, los habían llamado para combatir a la guerrilla; éstos habían llegado a la selva, un día anterior, decía, pero que en menos de veinticuatro horas «estaban todos bien muertos».

Me acordé del soldado aburrido que, con toda seguridad, había sido relevado y la presa donde lo vi estaría colmado de cientos de efectivos con pertrechos y armamento de última generación del ejército mexicano, en formaciones de batalla y con precisas órdenes de combate.

Todo ello era evidencia de una grandísima falta de información, no nada más entre la población chiapaneca, sino en la de todo el país. En efecto, al mediodía, hora en que llegaban los diarios nacionales, era posible ver colas enormes para lograr comprar un diario de la capital, sobre todo La Jornada, El Financiero y, por supuesto, Proceso. La gente se arremolinaba en torno al quiosco, apartando sus ejemplares momentos antes de la llegada del cargamento de periódicos. Todos comentaban, todos opinaban, pero nadie acertaba a comprender nada, mientras en la selva los sonidos de los disparos rompían la paz de la naturaleza, de México y de nuestro mundo cotidiano. Estábamos en enero de 1994.

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