Una de las formas de la fantasía
Casa de citas/718
Una de las formas de la fantasía
Héctor Cortés Mandujano
—Manolete, ¿te gustan los toros?
—Sí, professore Michelangelo, ¡en bistec!
Enrique Orozco González,
en “De oyentes”
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Mímesis. La representación de la realidad en la literatura occidental, el erudito y célebre ensayo de Erich Auerbach, analiza desde la Ilíada de Homero hasta el Ulises de James Joyce en un aspecto específico: cómo los escritores han-hemos ido cambiando la forma de representar la realidad, o lo que llamamos realidad, dentro y fuera de nosotros.
Eso fue lo primero que me vino a la cabeza cuando empecé a leer Juglaría de Orozcuentos (Tifón, 2024), de Enrique Orozco González. No es que mi querido Enrique tenga teorías elaboradas sobre la realidad en esta colección de historias, sino que su libro parece ser una representación de varios momentos de su vida, de su realidad, ya que en sus cuentos los personajes parecen muy cercanos a su entorno vital: su mujer, sus hijos, sus hermanos, sus amigos…
No hay, de manera significativa, textos nacidos desde la ficción ni el narrador es ficcional, sino que es él mismo autor, es decir, Enrique; aunque, ya se sabe, la realidad literaria es una de las formas de la fantasía.
Y, haciendo caso a lo que propone Auerbach, no es que la gente que retrata el libro sea así, sino que Enrique así los ve. ¿Cómo? Como personajes cómicos. ¿Por qué? Porque esa es o esa ha decidido que sea la forma de mirarlos (p. 57): “El abuelo mandó poner cuatro postes con focos en las esquinas del parque y ¡la luz se hizo! Los espantos locales huyeron al bajial y a las orillas del pueblo”.
El libro, por eso, hace que cada página nos regale líneas, tramas, ocurrencias, descripciones, ambientes de muy agradecible buen humor. Y esos retratos constantes, esos recortes de la realidad orozquiana, lo retratan también a él, son su espejo.
Y uno queda agradecido con Enrique, después de leerlo, porque su mirada nos provoca muchas sonrisas a los que no somos de risa fácil y quizás carcajadas a los que saben reírse sin muchas complicaciones.
2
En sus historias, incluso los instrumentos tienen otra velocidad. Su primer reloj, por ejemplo (p. 11), “una hora se la echaba en media hora”; sus cercanos son sensibles a su bienestar (pp. 11-12): “Mi abnegada –que es la forma en que llama a su mujer– posee un sexto sentido que la despierta cuando siente que estoy en aprietos, sobre todo si grito” y él, Enrique, es capaz de pedir el desayuno en inglés a su amigo mexicano, en EUA, para que éste no use señales que den a entender algo que quizás no gustaría a los meseros (p. 18): “él gesticulaba, movía brazos, piernas, o la parte del cuerpo que fuera necesario (le advertí que si quería desayunar huevos con chorizo, yo pediría por él)”.
3
Hay varias descripciones rápidas de sus personajes. A Luz Clarita, su prima, que (p. 65) “cuando joven no era fea, pero su belleza tampoco paraba el tráfico”, su abuela le dice una frase críptica: “si Lucita fuera masa, no sería totopo, quizá llegaría a memela”.
Se casa Luz Clarita con un noruego “meco (como jícama sin chile)” y le pregunta Enrique: “¿Cómo hiciste pa’ ligarte a este car’eturrón?”.
Describe a uno de sus amigos (p. 81): “Jorge Moreno Pereyra fue un personaje non (sin cuachi): alto, gordo macizo, ocurrente y tunante”.
Habla del papá de la Chula Pomarrosa (p. 102): “Don Lico Pomarrosa, […] de un metro ochenta y cinco, tipo oso, rondaba los cuarenta años, usaba bigote estilo ‘cola de alacrán’ y sombrero tejano”.
Otra descripción (p. 118): “Observé a un ciudadano cuarentón, chaparro pero fuerte, como buey de carreta”.
Dice que su tía Esperanza, hermana de su padre, era (p. 121) “de cuerpo rollizo, ojos bondadosos, risa desenfadada y generoso monedero”; el tío Tono, su esposo, en cambio era (p. 122) “delgado, generoso y alcahuete con sus hijos”.
Don Poyato, de bigote rojizo, dice al joven Enrique, recién graduado como veterinario, que le va a enseñar a tratar animales. Enrique no lo cree (p. 139): “¿Qué tanto me puede enseñar este bigote con mole?”.
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Su libro está lleno de estampas familiares. Su hijo Wili pide a Enrique que le compre un ábaco y éste se olvida. Su hijo (p. 75) “lloró, y dijo: ‘¡Papá, voy a tener que pensar!’ ”.
Tenía Enrique en su casa un gallo cantador, que ya nadie soportaba. Lo regaló y se lo devolvieron. Decide dárselo a un amigo propietario de 500 gallos de pelea. También se lo regresa. Le explica (p. 86): “Tu gallo canta, es un artista. Yo crío aves de combate, buenos pa’ los putazos. Pero… ¿qué crees?, esta cosa ya convenció a mi gallada que el pleito no es bueno y que mejor canten. ¡Me los amampó!”.
Refiere la forma en que doña Jelen, su madre, le contó sobre su nacimiento (p. 111): “Durante su embarazo (el mío), le regalaron mangos sazones ‘pico de rosa’; para acelerar su maduración los envolvió en ropa vieja y un fatídico once de abril se los comió todos, yo nací el día siguiente acompañando una diarrea mangal (no pedí más detalles)”.
Leer este libro hará a sus lectores, sin duda, más felices. Gócenlo.
[Texto leído en la presentación del libro Juglaría de orozcuentos, de Enrique Orozco González. 29 de noviembre de 2024. Villahermosa, Tabasco.]
Contactos: hectorcortesm@gmail.com
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