Siniestro tesoro
Casa de citas/ 749
Siniestro tesoro
Héctor Cortés Mandujano
Océano, tráeme
un día del Sur, un día agarrado a tus olas,
un día de árbol mojado, trae un viento
azul polar que agite mi bandera
Pablo Neruda,
en Por las costas del mundo
Compré en una librería de banqueta (en San Cristóbal) un libro que no había leído de Pablo Neruda, a quien he leído infatigablemente. Se llama Por las costas del mundo (Editorial Andrés Bello, 1999), con prólogo, selección y referencias cronológicas de Jaime Quezada.
Son textos escritos sobre los muchísimos paisajes, países, lugares que recorrió Neruda, a quien, aparte de la poesía, se le dio muy bien lo de viajar. Escribe sobre su amor por la naturaleza vegetal en el texto que da título al libro (p. 26): “Yo he comenzado a escribir por un impulso vegetal y mi primer contacto con lo grandioso de la existencia han sido mis sueños con el musgo, mis largos desvelos sobre el humus”.
Dice en “Me llamo Crusoe” (p. 56): “El ser humano tiene curiosidad diurna y nocturna por el ser humano. Los animales apenas se miran o se advierten. Sólo los perros, los hombres y las hormigas demuestran irresistible curiosidad por su propia especie y se miran, se palpan, se huelen”.
Escribe en “Viaje al norte de Chile”, cuando ve máquinas abandonadas, herrumbradas (p. 67): “Hay algo inmensamente cruel en su sueño. Si despertaran nos devorarían”. Sobre el nombre de su país, apunta en “Nosotros, los indios” (p. 81): “Debo explicar que la palabra Chile tiene en México dos o tres acepciones no todas ellas muy respetables”.
Cuenta en “Por las costas del mundo, II” que trata de hacer entender en Java a varios niños que quiere tinta para escribir. Señala el tintero y finge con la mano el acto de escribir (p. 102): “Entonces ellos, mirándome con una sonrisa y mirándose unos a otros, exclamaron: ‘Ah!… tinta”. Desde entonces aprendí que en Java y en idioma malayo, la tinta se llama tinta”.
Narra en “Imágenes de la selva” (p. 113): “Llegamos al extraño templo de La Serpiente en los suburbios de la ciudad de Penang, en lo que antes se llamaba la Indochina. […] Cuando entramos al templo no vemos nada en la penumbra. Un fuerte olor a incienso por allá algo que se mueve. Es una serpiente que se despereza. Poco a poco notamos que hay algunas otras. Luego observamos que tal vez sean docenas. Más tarde comprendemos que hay centenares o miles de serpientes”. La gente las alimenta con huevos y leche, y pueden entrar y salir del templo. La mayoría no lo hace. Hay inofensivas y mortíferas. Yo, por supuesto, no pondría un pie en ese templo.
En “Ceilán”, apunta Neruda (p. 127): “La verdadera soledad la conocí en aquellos días y años de Wellawatha”. En esa isla, dice Neruda, no se hablaba con extranjeros. Cuenta, además, que a un funcionario inglés le ordenaron quemar la cabaña de un cingalés (p. 129): “El inglés que debía ejecutar la orden era un modesto funcionario. Se llamaba Leonard Woolf. Pero se negó a hacerlo y fue privado de su cargo. Devuelto a Inglaterra, escribió uno de los mejores libros que se haya escrito jamás sobre el Oriente: A village in the jungle, obra maestra de la verdadera vida y de la literatura real, un tanto o un mucho apabullada por la fama de la mujer de Woolf, nada menos que Virginia Woolf, grande escritora subjetiva de renombre universal”.
Cuenta varias cosas en “Diurno de Singapur”; al final dice (p. 142): “Pero lo extraordinario es una venta de fieras que he visto en Singapur. Elefantes recién cazados, ágiles tigres de Sumatra, fantásticas panteras de Java. Los tigres se revuelven en una furia espantosa. […] Cuatro cachorros de tigre valen dos mil dólares; y mil una serpiente pitón de doce metros, vestida de gris. Orangutanes ladrillosos asaltan con furia la pared de la jaula, los osos de Malasia juegan con aire infantil”.
En “Madras, contemplaciones de un acuario”, escribe (p. 153): “Ahí están las siniestras cobras del mar, iguales a las terrestres, y aún más venenosas. Se sobrevive sólo algunos minutos a su mordedura y ay! del pescador que en su red nocturna aprisionó tal siniestro tesoro”.
Habla con amor, en varios textos, de México. En “México florido y espinudo” dice (p. 205) “lo recorrí por años de mercado a mercado”; sigue (p. 206): “México, el último de los países mágicos; mágico de antigüedad y de historia, mágico de música y de geografía”.
***
Leo de nuevo La muerte de Iván Ilich, en un librote de varias obras de Tolstoi: Obras maestras (Editores Mexicanos Unidos, 2015) y no me resisto a compartir contigo lector, lectora su gran final. Siente que va a morir y busca ver a la muerte. No la halla. Sólo hay luz (p. 141): “-¡Este es el fin! –dijo alguien a su lado”.
“Él oyó estas palabras y las repitió en su alma. ‘Éste es el fin de la muerte’ –se dijo–. ‘La muerte ya no existe’. Tomó un sorbo de aire, se detuvo en medio de un suspiro, dio un estirón y murió.”
***
Leo Una niña está perdida en su siglo en busca de su padre (Almadía, 2018), de Gonçalo M. Tavares, traducido por Paula Abramo.
He leído varios libros de Gonçalo. En éste, Marius, un hombre un tanto extraño, se encuentra con Hanna, una niña con trisomía 21 que busca a su padre. Decide ayudarla y viajan por distintos lados y entran en contacto con gente rara. Fried, quien junto con sus hermanos pinta grafitis para despertar conciencias, le dice a Marius (p. 36): “Estamos hechos para el desacierto, para los desencuentros, encontrar enemigos es la actividad más fácil del mundo”.
Agam pinta en pequeñísimas superficies cuadros complejos. Me llamó la atención una de sus descripciones, porque me parece terrible que eso pase en la realidad (a la que alude con naturalidad) y pasa. Dice a Marius que vea una pieza y le va describiendo que hay pintada en ella (p. 164): “en su extremo izquierdo verá un animal, un gato, de esos que algunos meten en botellas para que no crezcan”.
Contacto: hectorcortesm@gmail.com

No comments yet.