Madres, Mamacitas, Madrotas

© Cosita negra, divina. Tuxtla Gutiérrez, Chiapas (2000)

© Cosita negra, divina. Tuxtla Gutiérrez, Chiapas (2000)

 

Dedico este ensayo a los amigos de la Rial Academia de la Lengua Frailescana. Hace un año ya, que la Real Academia de la Lengua Española, por fin y por primera vez en su historia ¡Se saltó la barda! y quién sabe sino hasta el murallón… el interpuesto por los defensores de la pureza del idioma: puritanos, rígidos y conservadores. Lo que ocurre es que la Academia incorporó a su diccionario, nada menos que tres mil nuevos regionalismos mexicanos, presionada por la evidencia gráfica de su uso cotidiano: voces que sin ser unívocas, se escuchan, se hablan y se escriben a lo largo y ancho del país, con denotaciones o significados diversos (o al menos, algo diferentes), mismos que un diccionario de aquella naturaleza no podría, ni debe recoger, puesto que su objetivo es fijar la definición de cada vocablo en sus aspectos genéricos, los de más amplia y difundida aceptación lingüística.

 

Y da gusto que esto ocurra. Aunque, naturalmente, los mexicanos no necesitamos del reconocimiento de ningún diccionario, ni de ninguna “academia” por picuda que parezca, para hablar, gritar, conversar y escribir como se nos dé en gana, usando las palabras coloquiales que a cada día reinventamos, perfeccionamos o redefinimos, como en el caso de esa nuestra expresión grande y majestuosa, la de las mil voces, acepciones y múltiples significados: la polisémica palabra Madre, la de nuestras madres, mamas, mamás, ma’s, mamitas o mamis, y las que designan a las otras, a las mamacitas, a las mamasotas y hasta una que otra madrota o madrotona… palabras que, sin embargo, no fueron definidas por el diccionario aludido, al menos en lo que respecta a la connotación que le damos a estas palabras, nosotros, los chiapanecos, los del sur del país.

 

Pero esas no son todas. Tenemos madre para todo, para dar, prestar y hasta regalar; como en aquella expresión que leí hace tiempo detrás de un autobús: “en asunto de mentadas uso madre prestada”. Es decir, para designar lo que queremos, siempre encontramos una voz que nos lleva al concepto aludido, como en el caso de las medidas: si nos dan poco o escaso, basta expresar que nos dieron “una madre”, pero si la porción es aún más pequeña, habría de indicarse que nos han dado “una madrecita”. Si por el contrario lo que expresamos es cantidad o abundancia, entonces decimos que hay “un madral” de esto o aquello, e incluso “un madrero”; aunque si la cantidad fuera aún más grande, no dudaríamos en designarla como “un chingamadral” y hasta como “un putamadral”.

 

En la misma idea, si tuviésemos que informar sobre las aves que anidan periódicamente en Toniná, por el rumbo de Ocosingo, seguramente diríamos que hay golondrinas “de a madre”, lo mismo que en el extremo, calificamos como “una madresota” a los objetos enormes, o a los armastotes grandes y feos, al igual que denostamos a quien tenemos en frente con un “¡Qué poca madre!” cuando cometemos estupideces que de tan aberrantes “no las come ni el chucho”.

 

Y el “desmadre”, para no ir muy lejos, tiene su propia batería de sustantivos, adjetivos y cuánta cosa, pues se trata de eso, del desorden en su máxima expresión, así se trate de objetos, sujetos o predicados. “Vamos a echar desmadre” dicen los chavos o incluso de modo más sintético: “vamos al desma”, así sean unos “desmadrosos” completos, o tan sólo “desmadrositos” por su apariencia o tamaño. A veces se consagran al “desmadre puro”, en otras se dedican al “puro desmadre”. Incluso en ocasiones se escucha que arman un “desmadre y medio”. Lo cierto es que cuando algún adulto los observa en tal estado, éste invariablemente lleva sus manos a las sienes, ve hacia el cielo buscando a sus dioses y exclama: “¡Pero qué desmadre!”, la misma expresión que los ciudadanos lanzan contra sus gobernantes cuando se sienten agobiados y “hasta la madre”.

 

Igual ocurre con las expresiones adjetivadas: “madre chula”, “madre linda”, “madre mía”, “mami pinche” y “mama mía” que endilgamos a nuestra progenitora, aunque bien es cierto que con ellas adjetivamos también a la novia, a la amiga, a la “amiguita” y hasta a la querida; si bien todas por igual se sienten divinas con los piropos en donde los hombres las llaman “mamis”, “mamitas” y hasta… “mamacitas” si son bonitas, o “mamasotas” si son galanas. Aunque muy cosa aparte ¾dignas de una reflexión separada¾ son las expresiones: “madre pura”, “madre casta”, “madre santa” y “madre santísima”, entresacadas de la tradicional letanía católica que los creyentes cantan a su “virgen y madre”, la Señora del Rosario.

 

Pero… ¿Qué tal cuando “madrean” a un prójimo? Sí, porque hasta un alegórico verbo regular tenemos en el inventario de nuestras maternales palabras derivadas, y ella es Madrear (yo madreo, tu madreas, el madrea, nosotros madreamos, vosotros madreáis, ellos madrean): terrible y sacrosanta palabra que deriva en “madrina” y a veces en “madriza”, cuando en las cantinas el cliente se pone rijoso; palabra que prefigura la paliza que reciben algunos abusivos, misma voz que en ocasiones se convierte en “madriar”, o lo que es igual: “dar en la madre”, dar a alguien “en su madre”, “en la mera madre”, “en toda la madre” y hasta “en su chingada madre”.

 

De ahí que madrear a alguien, o asestarle una madriza al mismo, implique, además: “romperle la madre”, “quebrarle la madre”, e incluso “partirle la madre”, “su” madre y hasta “su puta madre”. Naturalmente, cosa aparte es cuando un sujeto “se da en la madre”, pues en este caso media la voluntad, aunque no siempre. Regularmente corresponde al trasnochado que va “hasta la madre” de borracho y se accidenta en la calle; o al otro, al que por ir “a raja madre”; es decir, a alta velocidad o “a rompemadre”, es detenido e infraccionado por una mujer policía y entonces, más de alguno murmura cuando le observa: “anda cabrón ¡Ora sí encontraste a tu madre! ¡A tu mera madre!”.

 

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