El joven tlacuache

Casa de citas/ 194

 

 

Con mi abrazo fraternal a Sandra de los Santos.

Gracias por leerme

 

Es casi medianoche cuando termino de ver El eclipse (1962), de Michelangelo Antonioni. En el final los personajes que interpretan Alain Delon y Mónica Vitti prometen que van a verse al día siguiente y siempre. Se abrazan, pero parece que mienten. Las tomas finales en apariencia no tienen que ver con la historia (y sí): un auto, una calle vacía, alguna oscuridad, un farol que se enciende, la vida que los va a separar. (A la noche siguiente, en TV UNAM, vi otra de Antonioni: El desierto rojo, de 1964. Igual de buena.)

Apago todo y voy a la cama.

Antes de dormir, recuerdo que alguien hace poco me contó sobre Enrique, un hombre al que conocí poco, quien me contó en parte su vida: muy enfermo, enflaquecido al extremo, me dijo que se vino a vivir a Tuxtla (vivía en el campo, no recuerdo dónde) porque su vecino y él tenían hijos de la misma edad. Un día Enrique viajó y en ese día el hijo de su vecino enfermó repentinamente y murió en la madrugada. El vecino, Enrique no se lo explicaba, lo culpó de su muerte. Para evitar pasar a mayores, dejó su casa, su tierra.

Se enfermó y perdió peso y alegría. Pensó que lo habían embrujado. Cuando se hubo recuperado fue al campo a recoger su cosecha. Allí lo mordió un bicho venenoso, que él no logró identificar. Se le hincharon las piernas y casi dejó de caminar.

Una conocida mía, que también lo conocía a él, me contó que murió en la colonia periférica de Tuxtla donde vivía: lo atacó a pedradas o a golpes (la mujer no sabía bien), una muchacha extraviada de sus facultades mentales. Lo hirió tanto que sobrevivió apenas unas horas después del ataque. Descanse en paz.

 

Duermo. Tengo dos sueños paralelos: en uno, estoy vestido de frac, tomando una copa de martini (a la James Bond) y conversando con una señora muy adornada en pedrería y lenguaje. Me explica una receta. Estamos solos en un inmenso jardín (yo sentado, ella de pie mientras arregla unas flores exóticas en un jarrón extraño) ante una mesa arreglada para fiesta. Pienso que exageré con la gomina.

En el otro, soy un joven indígena y escucho, junto con otros como yo, las palabras de un viejo que nos dice que no hagamos ruido mientras caminamos hacia una cueva donde entraremos para matar a un diablo. Vamos descalzos, siento el lodo en los pies. Un poco antes de llegar veo que mi compañero de adelante ya se ha convertido en una serpiente y detrás de mí oigo que algo cae, algo que ya no es un hombre se mueve en la fila. Me trasformo con lentitud: soy un tlacuache con las uñas muy afiladas y los colmillos puntiagudos. Entramos todos en la cueva.

 

***

 

Relatos (Edhasa, 1989), de Robert Graves, reúne los llamados relatos ingleses, romanos y mallorquines de este inglés genial (1895-1985). Tal vez porque el género, el cuento, ha evolucionado mucho, los relatos de este volumen no me parecieron tan brillantes como esperaba. Hay líneas atractivas; en ésta por ejemplo habla de alguien que (p. 12) “lee bastante; está casi al día, digamos hasta anteayer”.

En “Pieza costumbrista” cuenta sobre un pintor que halló a una muchacha bellísima a quien convenció para que le posara desnuda; el amante de la muchacha los siguió hasta la cueva donde aquel haría el cuadro La hechicera; apuntó al pintor mientras trabajaba, dudó al ver lo que iba apareciendo en la tela (p. 70): “Por fin, el arma mortal cayó con un estruendo al suelo y se oyó una voz estrangulada que decía: ‘Gorgio, no puedo disparar contra ti. ¡Me inclino ante tu genio! Quédate con la chica, déjame el cuadro y… ¡vete!’ ”.

En “El hombre de Miconos”, Graves, especialista en los griegos, cuenta (p. 198): “¿Recuerdan que el rey Diomedes, que fue muerto por Hércules, alimentaba sus yeguas con carne humana? Una vez me reí de esto, creyendo que se trataba de una fábula poética, pero ahora sé que los caballos son unos glotones en lo que respecta a la carne”.

Y en su célebre “Un brindis por Ava Gardner” un chiste fácil (p. 294): “Dolores Fuertes, quien, sin pensar en las consecuencias, se casó con un abogado llamado Tomás Barriga y ahora se llama Dolores Fuertes de Barriga”.

 

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Recuerdo que Guillermo Cabrera Infante cuenta o hace contar a uno de sus personajes que leyó Satiricón, de Petronio, con una sola mano, pues el libro es, como un amigo resumía el asunto de algunas películas, de pura cogedera.

Este libro es tan antiguo y quedaron tan pocos fragmentos para la posteridad de lo que escribió Tito Petronio que lo que leemos es básicamente una reconstrucción (p. 6): “Cualquiera afirmación precisa sobre lo que Petronio dijo (y lo que pretendió decir con ello) tiene que considerarse como una simple conjetura”. Mi ejemplar es de 1972 y está reconstruido por el Dr. Paul J. Guillette.

Narrado en primera persona por Encolpio, cuenta los amores que tiene éste con otro joven, Ascilto, quien le roba casi en el inicio los favores de Gitón, hermano y amante del protagonista. Estos tres personajes son bisexuales y lo mismo se enamoran y tienen sexo con hombres y con mujeres; son pícaros, ladrones y hasta asesinos. La novela, vista con las trampas de la sociedad convencional, es inmoral, porque no sólo hay relaciones sexuales entre hermanos varones, sino entre padre e hija, y entre hombres mayores y niñas, en la permisiva Roma imperial. Las páginas escurren semen, aunque hay también otras ideas como ésta (p. 43): “La lástima es un sentimiento sin valor, inútil tanto para el que la siente como el que es objeto de él”.

Cuando Encolpio se encuentra con el viejo culto Eumolpo, éste le dice (p. 142): “El rico no es letrado, y por consiguiente odia al erudito, lo ridiculiza cuando puede, y abusa de él tantas veces como se le presenta la oportunidad de hacerlo” y más adelante le cuenta (p. 143): “El verdadero placer está en la ejecución del acto, no en su búsqueda. […] Hace muchos años le di satisfacción a mi ego; ahora lo que quiero es dársela a mi verga”.

Este personaje acompaña durante varias aventuras a Encolpio y Gitón. Reflexiona (p. 197): “La comida mata con frecuencia a los golosos y la abstinencia a los temperados. Si lo pensamos debidamente, la vida es un mar, y todos tenemos que naufragar algún día en algún punto”.

A Encolpio le pasa lo peor que le puede pasar a un libertino: ya no puede tener erecciones, quizás por un embrujamiento. Por eso, su hermano y amante, Gitón, lo deja por otro. Este es el desesperanzado final del Satiricón. Encolpio ve partir el barco con su hermano y su nuevo amante y (p. 254) “volviéndoles la espalda, emprendí el largo camino hacia la ciudad. Sólo me detuve el tiempo suficiente para tomar en mi mano mi inútil miembro y sopesarlo. El viaje había terminado”.

 

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Obra de Manuel Velázquez

Obra de Manuel Velázquez

Leo Los amorosos. Cartas a Chepita (Joaquín Mortiz, 2009), de Jaime Sabines. Dice Carlos Monsiváis en el texto preliminar (p. 11): “Es arriesgado publicar las cartas de amor de un joven de veintidós o veintitrés años, así este joven sea Jaime Sabines, el gran poeta”. Pero don Jaime logra con sinceridad, con autenticidad conmover, convencer (p. 35): “¿Por qué eres tan hermosa? ¿Te acunaron en versos? ¿Leche de flor bebiste? ¿Quién te modeló sobre mi corazón, quién te tatuó sobre mis ojos?”

Después del Chepita Linda con que empieza muchas de su cartas pueden venir palabras como éstas (p. 59): “Guarda tus ojos; ámame; guarda tu corazón; entiérrame en él”; o éstas (p. 64): “En todos los lugares de mi alma hay un pedazo de tu vestido, una gota de tu silencio, una huella de ti, ligera, inexorable”.

Y hay también declaraciones francas, poco sutiles p. 81): “Yo nunca te he jurado fidelidad sexual; no podría ser; es absurdo; tú misma no la deseas. El que yo ande con otra no quiere decir que deje de andar contigo. Tú estás más allá de todo esto, linda. Sería hacerte pequeña introducirte en estas pequeñeces. Tú no eres circunstancia ni accidente –te lo he dicho–, tú eres intimidad, esencia”.

Reflexiona sobre lo que siente (p. 85): “¿Estoy enamorado de verdad? Yo sé que no es enamoramiento, es amor. Uno se enamora de cualquier mujer, a cualquier hora, en un encuentro fortuito, en una cita premeditada. Yo me enamoro a cada paso, de unos ojos, de una palabra, de un gesto oportuno, de una sugerencia, y no obstante sólo quiero a Chepita”.

Aunque Sabines no tomó sus cartas para después hacer versos, hay ideas muy cercanas a algunos de sus poemas conocidos (p. 137): “Estás aquí tan cierta como el día, tan verídica como el amor. Quizá nunca como hoy hayamos estado tan juntos. Quizá nunca te haya querido tanto. Casi no quiero hablarte, porque es precisamente en lo que callo en donde te digo más”.

Y pensamientos que rebasan la mera charla (p. 139): “Yo ya te puse mi marca, te sellé ya con mi corazón. ¿Lo entiendes? […] Harto bien sabemos, que la muerte espera en cualquier parte; a cualquier hora llega y zas, se acabó. Pero mientras estemos aquí, llorando o riendo, desesperándonos o esperanzados, tenemos que vivir. Porque cuesta mucho trabajo aprender, pero cuando se aprende no se olvida, que la vida se vive y no se muere. Ya basta de morirse. Dejémosle a Santa Teresa su morir viviendo. A nosotros nos toca vivir viviendo. Vivir. Una cosa tan difícil y fácil a la vez. Tan difícil y fácil como quererte”.

Le hace saber de sus deseos (p. 141): “El día que te agarre vas a rebajar seis kilos (lo que sería excelente). Te quiero reteharto, como la chingada”, y (p. 165): “No me dan ganas de leer ni de escribir (y ya sabes que no sé tejer). Francamente estoy jodido. […] A mí me duele todo el cuerpo, todo, de tanto desearte”.

 

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Mi querido amigo Rudy Laddaga hizo un blog con mi nombre (hectorcortesm.com) y en él hay artículos, cuentos, obras de teatro, etcétera, para quienes quieran hacerme el favor de abrir, leer y conversar conmigo. Aunque todavía en construcción, ya está a sus órdenes. Los espero.

Contactos: hectorcortesm@hotmail.com

 

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