La polarización

 No es ninguna novedad que en el mundo transitamos por un camino altamente polarizado. En Hong Kong se desbordan las protestas porque su gobierno una actitud pusilánime frente a China, al tratar de concederle un marco legal de extradición que permita juzgar a delincuentes hongkoneses. Estados Unidos, ni se diga, se lleva la joya de la corona en las expresiones que se sustentan en el miedo, el odio y el desprecio al otro.  La sociedad americana se encuentra dividida entre quienes respaldan a su presidente y quienes lo critican. México tampoco está exento de este clima y, con frecuencia, los actores principales de algún conflicto o tema, tienden a sostener posiciones binarias donde no tienen cabida los matices. En resumidas cuentas, se está con dios o con el diablo. Bajo ese esquema, se ha allanado el camino no solamente para descalificar al otro, sino que rondamos posturas cercanas a la eliminación de quienes piensan distinto y, bajo esta lógica, lo que parece entronizarse es la intolerancia a diestra y siniestra.

En Chile, un presidente conservador desata toda una insurgencia civil y la furia social contenida al intentar aplicar medidas de ajuste al transporte público en una economía que ha polarizado a la sociedad. Hasta el día de hoy, no solamente no han cesado las manifestaciones de protesta sino que, además, se acumulan en los registros de los enfrentamientos más de dos centenares de heridos y algunos muertos, aparte de los daños materiales que las movilizaciones sociales dejan como resultado en un entorno enrarecido.

Mientras tanto, Argentina celebra elecciones y por la vía de las urnas es derrotada la opción derechista liderada por Mauricio Macri. Previamente, este gobierno había implantado alguna medidas de ajuste que tendrían impactos directos sobre la mayoría de los argentinos, lo cual generó protestas sociales y que se manifestaron en un resulta electoral adverso para el gobierno actualmente en funciones. De nuevo, los Kirchner, a través del virtual presidente, Alberto Fernández, tendrán una nueva oportunidad de gobernar, mas no hay que olvidar que en el último tramo del gobierno de Cristina Fernández, se hicieron públicos algunos actos de corrupción durante su administración.

Por otro lado, una parte importante de los brasileños, particularmente aquellos favorecidos por las políticas sociales del gobierno de Lula, celebran que su máximo dirigente haya sido excarcelado, en una sociedad profundamente dividida entre quienes comparten las posturas neofascistas del presidente Bolsonaro, contra quienes lideran la movilización social de los sectores más desprotegidos. Sin embargo, no hay que olvidar que fueron las relaciones turbias con Odebrecht las que hundieron a Lula y, desde luego, al gobierno de Dilma Rousseff, quien a la postre habría de ser destituida del cargo por los aliados ocasionales que dentro del Congreso decidieron dar la espalda a un gobierno reformista. Empresa, por cierto, que contaminó con sobornos a varios gobiernos latinoamericanos.

Más recientemente, en Bolivia, estalla un conflicto social con un saldo de una veintena de muertos y un número importante de heridos, después de que el presidente, Evo Morales, fuese obligado a renunciar del cargo a partir de que el ejército le retiró su apoyo. Tampoco en este caso hay que olvidar que, pese a todos los logros de carácter económico y las políticas para abatir las desigualdades y la discriminación aplicadas han sido exitosas, el presidente Morales había realizado reformas constitucionales para poder reelegirse por tercera ocasión. El caso boliviano es ilustrativo de la vieja tensión entre los sectores de la vieja izquierda latinoamericana que piensan irrelevante que un gobernante se reelija siempre y cuando aplique medidas de justicia para todos. A estas alturas, me parece que dicha ecuación resulta insostenible. No hay manera de justificar racionalmente que un gobernante se mantenga en el poder por el hecho de aplicar políticas populares o de él dependa la aplicación de la justicia. Lo más lógico resultaría contar con instituciones de justicia independientes y gobiernos que sean sometidos al escrutinio público por la vía electoral cada determinado tiempo, que no es lo mismo a reelegirse bajo el argumento de que se responde a las demandas de la mayoría de la población. En cualquier circunstancia eso debería hacer cualquier gobierno, pero no puede usarse como pretexto para perpetuarse en el poder.

En la era de la 4T donde el discurso del gobierno y de algunos sectores de la sociedad ha penetrado por el sendero de posiciones irreconciliables, resulta extremadamente difícil no caer preso en la descalificación en tanto que las opiniones esgrimidas terminen haciéndole el caldo gordo a la derecha o al régimen actual. Con otras palabras, no caben posturas intermedias o críticas porque en algún momento los argumentos pueden ser usados para descalificarlos, pues se intuye que o bien forman parte de una campaña de los enemigos o también, que existe un interés oculto que favorece a alguno de los bandos.  Entre ambas posturas colaboran tanto el gobierno actual como sus opositores. Así, nos encontramos ante la paradoja de dos visiones de país que alimentan el conservadurismo, pese a que discursivamente se sitúan en supuestas posiciones encontradas u opuestas.

En México, los debates en el espacio público sobre algunos de los temas que están en la agenda suelen contaminarse del veneno discursivo que polariza. Cada mañana el presidente atiza la hoguera de la descalificación a los que percibe como sus enemigos y la derecha le responde en los mismos términos. Es cierto que la derecha, en este caso, la que representan el PAN y el PRI, perdieron espacios de poder tanto en el gobierno, como en el Congreso, pero mantienen alianzas con sectores estratégicos de los medios de comunicación y de la Iglesia, espacios desde donde se combate al actual gobierno. De ahí que el presidente los fustigue todas las mañanas en sus conferencias matutinas no solamente para fijar la agenda, sino para mostrar los despropósitos de los grupos conservadores que en el país se habían acostumbrado a vivir del poder o a ser usufructuarios cómodos en un país cuajado de pobres.

 Aunque el PRI aparece como una especie en peligro de extinción, los panistas todavía le deben a la ciudadanía una autocrítica que permita recuperar la credibilidad que perdieron por dos gobiernos insensibles y mediocres que llegaron al poder precisamente bajo sus siglas. No obstante, si hay algo que los priistas han demostrado a lo largo de los años es su capacidad de camuflarse y no es descabellado pensar que resurjan a través de Morena.

Todo esto viene a cuento porque en la más reciente confrontación por la designación de la actual presidenta de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos, Rosario Piedra Ibarra, quedó atrapada entre el poco escrupuloso mecanismo de otorgamiento del cargo y las posturas de quienes se empeñaron el descalificar todo el proceso. Aunque la defensa de los derechos humanos antecede a la creación de la Comisión, no es menos cierto que la lógica de su origen está directamente asociada a los intereses de las autoridades que decidieron instaurarla. Si bien el diseño institucional ha venido cambiando con el tiempo, la CNDH solamente en el papel puede reconocerse su autonomía. No está por demás reconocer, también, que sus recomendaciones tienen un impacto simbólico frente a los actos violatorios de los derechos humanos, pero resulta una tarea infructuosa cuando se trata de un organismo que carece de facultades para procesar los delitos que en este campo se cometen.

Por otra parte, sin demeritar los atributos que la señora Piedra Ibarra tiene, el proceso de su designación se vio empañado por una presunta violación de la fracción IV del art. 9 de la ley que regula a la propia Comisión, la cual estipula que no puede llegar a ese cargo quien hubiere desempeñado algún cargo de dirección partidista en el último año al de su designación. La señora Piedra Ibarra ha reconocido que no solamente es militante de Morena sino que, además, era parte de su Consejo Nacional. La controversia radica en sí pertenecer a ese cuerpo colegiado de Morena automáticamente la convierte en alguien que ocupa un cargo de dirección partidista.

Resulta un tanto desconcertante que una parte de la discusión se concentre en la designación de alguien que no solamente es simpatizante del presidente en turno, sino que forma parte del partido que lo llevó al poder, cuando todos los presidentes han hecho lo mismo desde la creación de la propia Comisión. En otras palabras, presidentes de la Comisión genuinamente independientes para nuestra desgracia no hemos tenido hasta la fecha. Esto, por supuesto, no quiere decir que debemos aceptar el destino manifiesto y, por lo tanto, no tenemos más remedio que aguantar las decisiones que se han tomado desde la cúpula del poder. Lo que sí tenemos con este nombramiento es a alguien que sí ha estado del lado de las víctimas. Más que una académica, lo que tenemos es un perfil con un conocimiento acerca de quienes padecen la violación de sus derechos humanos por su participación en grupos de la sociedad civil que se dedican a esa importante tarea, cosa que no ocurría en las anteriores presidencias. Los presidentes anteriores de la CNDH podrán tener las mejores cartas académicas, pero varios de ellos tuvieron no solamente desempeños cuestionables sino a menudo actitudes frívolas frente a la gravedad de los hechos, mientras se despachaban con la cuchara grande del presupuesto asignado. 

Con todo, no hay de que sorprenderse cuando un nuevo gobierno ha llegado y decide renovar los cuadros que habrán de apoyarle en determinadas tareas. Todos los gobiernos de la república lo han hecho y si bajamos en la escala del poder formal en México, ocurren cosas peores en los llamados gobiernos subnacionales. Lo que sí resulta un tanto preocupante es que el gobierno de la 4T haya apostado por ejercer el poder sin cortapisas en este tema, cuando pudo haber transitado por otros caminos menos pedregosos y polémicos. La innecesaria confrontación por la designación de la nueva presidencia de la Comisión de  los Derechos Humanos en México, deja a la gestión que apenas comienza en un estado de fragilidad institucional que impactará su credibilidad ante la opinión pública, como ya lo empezamos a ver.

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