Los dioses de una puerta

Casa de citas/ 482

Los dioses de una puerta

Héctor Cortés Mandujano

 

Leo y disfruto visualmente de La Roma imperial. Las grandes épocas de la humanidad (Ediciones Culturales Internacionales, 2001), volumen enciclopédico de gran formato y mucha información gráfica (fotografías especialmente), escrito por Moses Hadas y los redactores de libros de Time-Life.

El libro no sólo habla de guerras, emperadores, la fundación y la caída del imperio, sino también de la literatura, la vida cotidiana, la religión, la herencia que Roma nos dejó…

Una herencia, no tan grata, es ésta (p. 40): “Los mordaces romanos decían que durante su primer año un gobernador conseguía lo suficiente para pagar los sobornos que le había conseguido su nombramiento; durante su segundo año ganaba lo suficiente para sobornar al jurado que eventualmente lo juzgaría por corrupción; y durante el tercer año hacía la fortuna de donde saldría la vida de lujo que pensaba darse durante el resto de sus días”.

Muchos hombres, mujeres y animales murieron en las luchas que se daban, para diversión de un pueblo y unos gobernantes degradados de su condición humana. Hablemos de los seres más indefensos (p. 46): “Gran número de animales salvajes luchó y murió en las arenas romanas. La matanza era con frecuencia inmensa; en un solo día se mataban 5.000 animales”.

Nerón fue emperador a los 16 años. Se creía un artista y (p. 62) “mientras cantaba, escribió Suetonio, no se permitía que nadie saliese del teatro, ni siquiera por las razones más urgentes. Y así se dice que algunas mujeres dieron a luz allí, mientras que [otros del público] simulaban la muerte, y eran sacados como para el entierro”. Cuando Nerón se suicidó, a los 31 años, sus últimas palabras fueron: “¡Qué gran artista pierde el mundo!”.

Que el dedo medio sea el que lleve el anillo de compromiso es porque (p. 80) “se creía que un nervio conducía directamente al corazón”. (Lo mismo dice Robert Graves, en La diosa blanca.)

Se vendían esclavos y (p. 84) “un buen artesano, un artista de teatro o un hábil cocinero oriental con un repertorio de platos exóticos, alcanzaba un elevado precio en una subasta”. Dentro de una muestra de gastronomía que este libro toma de “un famoso libro de cocina de Apicio”, cito tres ejemplos de lo que los romanos consumían en una cena (p. 85): “Ubres de cerda rellenas de erizos de mar salados”, “Tórtola hervida en sus plumas”, “Flamenco hervido con dátiles”…

Terencio, dramaturgo romano (195-159 a. J. C.), fue quien inventó dos máximas que aún se repiten hoy en día (p. 104): “A buen entendedor, pocas palabras” y “Mientras hay vida hay esperanza”.

Virgilio escribía muy lentamente. Tardó siete años en escribir las Geórgicas y dijo que (p. 106) “ ‘les dio forma lamiéndolas como la osa a su cachorro’. Trabajó 10 años en la Eneida, canto épico de la fundación de Roma, y no lo terminó. Cuando regresaba de Grecia, Virgilio enfermó y murió”. Se supone que sólo le faltó revisarla. El emperador Augusto (que en realidad se llamaba Octavio) ordenó su publicación.

Los romanos adoraban a muchos dioses. San Agustín escribió un poco burlonamente sobre esa costumbre y sólo tomo una muestra (p. 122): “Sus entradas tenían tres dioses. Fórculo para la puerta, Cardea para los goznes de la puerta, y Limencio cuidaba del umbral”.

Foto: Nadia Carolina Cortés Vázquez

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Tomás Espinoza, quien cultiva varios géneros, entrevista al dramaturgo Óscar Villegas en la emblemática revista teatral Tramoya (1, agosto-diciembre 84/ enero-marzo 85). Villegas le da una respuesta creativa de por qué sólo se dedica a la dramaturgia (p. 3): “Así me evito la verborrea de la novela o la subjetividad de la poesía y no ando con cuentos”.

En este número se publica, también, la obra de teatro “Mucho gusto en conocerlo”, de Villegas. En ella una voz dice (p. 16): “Mi mujer tenía amantes, me engañaba con cualquiera allí mismo, en el bosque, mis chapulines fueron testigos”. Más adelante, la Princesa se enamora de un hombre desnudo, cuyos atributos masculinos son espectaculares; el Rey trata de convencerla, inútilmente, de que ese cualquiera no le conviene (p. 32): “Estás obstinada, hija mía, primero te entra el chile que la razón”.

 

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Vi en Netflix la cinta Girl (2019), dirigida por el belga Lukas Dhont y actuada magistralmente por el jovencito y debutante en el cine Victor Polster (en realidad todos en la película están perfectos). La trama cuenta la historia de Víctor, un adolescente de 15 años, quien está a punto de someterse a una operación de cambio de sexo y, además, es bailarín-bailarina en una compañía de altos estándares artísticos.

La cinta es una maravilla no sólo por el modo de contar esta historia que en otras manos sería burda (arte, elegancia, inteligencia son los adjetivos que brotan mientras se la ve), sino porque la visión inclusiva es uno de sus fuertes puntales. Botón de muestra: uno de los personajes, el padre (el actor que lo interpreta, Arieh Worthalter, es genial), no sólo apoya a su hijo en su objetivo, sino que no lo censura cuando éste, que se viste y actúa como mujer, le dice que no le interesan los hombres y que, una vez realizada la operación, quizá –no lo dice explícitamente, pero lo sugiere– se vuelva lesbiana.

La otra cosa que me llamó la atención es que cuando Lara, como se hace llamar el quinceañero, llega a clase, el maestro le pide cerrar los ojos para que sus compañeras levanten en libertad la mano si no están de acuerdo en que él-ella use los sanitarios para mujeres. Ninguna la levanta, ninguna la rechaza (aunque hay una escena de bulling en algún momento).

El final levantó polémicas, pero se supone que está basado en una historia real y tal vez la resolución no vino de los guionistas, sino de la realidad. No importa. La película es un espléndido documento sobre la capacidad que tenemos los seres humanos de empatizar con los que no piensan como uno. Y si a eso agregamos todos los demás valores de producción, creo que nos hallamos ante una joya cinematográfica, que es buena y recomendable desde todos los ángulos.

Contactos: hectorcortesm@gmail.com

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