El presidente y la academia

En los últimos días se discuten en la prensa capitalina dos temas que involucran al sector académico del país. Por una parte, está la prolongación de la reclusión derivada de la contingencia sanitaria y, por el otro, una medida severa de reducción del presupuesto para las instituciones de educación superior dependientes del poder ejecutivo federal.

Como si no fuese suficiente con los diferentes conflictos abiertos, un frente de batalla más está en puerta toda vez que se ha hecho público un recorte presupuestal para el gobierno federal que incluye a algunos centros de investigación del CONACYT, como el CIDE (Centro de Investigación y Docencia Económicas), el Instituto Mora y el CIESAS (Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social); entre otros centros e institutos de investigación. La medida pretende disminuir drásticamente el rubro de servicios generales y gasto corriente hasta en un 75%; mientras que, por otra parte, se realiza una revisión exhaustiva de los fideicomisos existentes.

Estas medidas se sustentan en una iniciativa enviada por el presidente a la Cámara de Diputados para su estudio y aprobación inmediata. El decreto fue publicado en el Diario Oficial de la Federación casi a finales del mes de abril del presente año. Entre otras cosas, se estipula que ningún trabajador de la Administración Pública Federal sería despedido dado el entorno de contingencia sanitaria y crisis económica. En el mismo paquete se menciona que los altos funcionarios deberán renunciar de manera voluntaria no solamente al incremento salarial, sino que deberán reducir sus salarios hasta en un 25% desde el nivel de subsecretario hasta el presidente de la república. De igual forma, los altos funcionarios deberán renunciar a sus prestaciones de fin de año con el propósito de aplicar medidas de austeridad republicanas que contribuyan al bienestar de la población, en particular a los más pobres del país. 

Aparentemente el presidente no tiene muy buena impresión de los académicos, pero ha tomado medidas para impulsar todos los niveles educativos. Mientras fue jefe de gobierno de la Ciudad de México, por ejemplo, creó la Universidad de esa ciudad y, más aún, ha sido insistente en eliminar los exámenes de admisión a las universidades; entre otras medidas que ha emprendido. Cree, casi como dogma de fe, que los exámenes de admisión son una trampa perversa para cerrar oportunidades a los jóvenes y la educación es un derecho amparado por la Constitución que no debe por qué cancelárseles.

Con frecuencia, las generalizaciones que hace el presidente estimulan gratuitamente el fuego de la discordia con sectores incluso que eventualmente han mostrado simpatía  con sus proclamas e iniciativas, pero han mostrado reservas ahora que ha empezado a tomar decisiones importantes y, sobre todo, ha sido consecuente en su lucha contra la corrupción.

Es cierto que en las instituciones de educación superior se han venido construyendo espacios de libertad para la investigación y la docencia, existe algún grado de pluralismo y son de las pocas instituciones en el país que gozan de algún grado de credibilidad entre la población. Sin embargo, no son islas en donde proliferen solamente virtudes, también existen excesos que deben reconocerse, atenderse y eliminarse. Las relaciones con los sindicatos, por ejemplo, están basadas en las peores prácticas del sindicalismo en el país. Con frecuencia, también, existe una relación inversamente proporcional entre el número de académicos contra la cantidad del personal administrativo. Y no se diga en cuanto a manejo de fondos y recursos porque en esto sí que resultan la fea caricatura de la desigualdad en el país.

Ciertamente hay un dejo de desprecio en AMLO hacia algunos académicos, sobre todo aquellos que la mirada presidencial juzga como neoliberales, conservadores, privilegiados, individualistas, arrogantes; sin ninguna otra pasión que no sea la de diferenciarse a través del dinero y la posición de bienes materiales. En este sentido, las generalizaciones y el tono en que se manifiestan no le vienen bien a la figura presidencial, pero tampoco se puede decir que nada de eso exista en la comunidad académica del país. Las IES no son espacios que permanezcan incólumes a las buenas y malas prácticas que socialmente existen. En su estructura administrativa todas las universidades públicas y las privadas más, así como los centros de investigación, son entidades sofocantemente piramidales y autoritarias. Existe una predominio aplastante de la burocracia sobre las actividades sustantivas (docencia, investigación y extensión). Pese a tener reglas e instancias para dirimir sus conflictos internos, dialogar y tomar acuerdos de manera colegiada sobre las actividades sustantivas a las cuales se deben, terminan siendo cotos de poder de distintos grupos que reproducen una suerte de relaciones ejidales en su interior. Se trata genuinamente de relaciones autocráticas porque cada nodo de poder lo representa un líder académico que mantiene un equilibrio precario con otros líderes de igual o mayor jerarquía.

Muchos analistas, periodistas, algunos académicos y escritores en general, han salido a la defensa del CIDE frente a las medidas de recorte presupuestal del gobierno. Por supuesto, se trata de una institución educativa con el prestigio necesario como para ser respaldada. Dicho de otra forma, es precisamente el prestigio académico con el que cuenta lo que respalda su pertinencia. Pero prácticamente no se ha dicho nada de cómo funcionan los dos fideicomisos con los que cuenta, para qué se utilizan. Se informa que se trata de fideicomisos para las actividades sustantivas del centro, que los dos que ahora están en operación frecuentemente son auditados, que su manejo es transparente; en fin, todo un catálogo de argumentos con los que es muy difícil no estar de acuerdo, en un panorama informativo bastante fragmentario que implicaría dedicarse a hacer un estudio a fondo del mismo.

En el portal del CIDE, por ejemplo, uno puede encontrar sin mayores problemas su organigrama, sus programas de docencia, su planta de profesores-investigadores, los salarios; etc. En este último punto, por ejemplo, uno puede observar que el puesto de mayor jerarquía recibe un ingreso bruto superior a los 130 mil pesos mensuales, pero que en términos netos son entre 90 y 100 mil pesos aproximadamente. Además, existen poco menos de 5 cargos que reciben ingresos más o menos parecidos. Con la información disponible, uno sabe que un profesor-investigador puede tener un salario de entre 30 y 35 mil pesos, es decir, alrededor de 3 veces menos que los puestos de mayor jerarquía.

En la universidad en la que presto mis servicios, también uno puede acceder a los datos sobre el monto de los salarios de prácticamente todos los trabajadores. En ese caso, existe dos tabuladores para los puestos administrativos, el del sueldo base y el de las compensaciones. El cargo más alto recibe un sueldo neto de poco más de 45 mil pesos mensuales, las cuales resultarían percepciones modestas aparentemente. Sin embargo, en el caso de las compensaciones se establece un rango mínimo ($76,788.90) y máximo  ($127,981.50). Suponiendo que las máximas autoridades universitarias decidieran recibir en compensaciones la cantidad mínima, eso implicaría que el sueldo del cargo de rector o rectora alcanza una cifra superior a los 120 mil pesos mensuales. Un ingreso de ese tipo no sólo es superior al del gobernador, sino que casi se iguala al del presidente de la república.

Con estos datos, es posible que al presidente le asista la razón cuando afirma que existen excesos en las instituciones públicas del país y las instituciones de educación superior no son una excepción, como lo demuestran estos datos.

Sin embargo, meter en el mismo saco a todos los académicos del país e ignorar las buenas prácticas que en las IES ocurren, sería tanto como pensar en desaparecer al gobierno porque a menudo ahí se encuentra enquistada la corrupción. Al no existir matices se puede caer en excesos que ayudan muy poco al análisis y convierte el diagnóstico en un catálogo de prejuicios blandiendo la espada flamígera de una supuesta superioridad moral que contamina el debate político. Peor aún, terminará por desatar la jauría de la intolerancia en el curso de una transformación de gran calado para el país.

 En los últimos 30 años las IES fueron castigadas en cuanto sus presupuestos, pero aprendieron a negociar con el poder a fin de ampliar sus recursos disponibles. Dado el desastre que significa las administración pública en todos sus niveles, las cuales no garantizan la disponibilidad de recursos en tiempo y forma, las instituciones académicas encontraron como recursos la constitución de fideicomisos y de ese modo contar con el financiamiento requerido. Todavía no se hace público, digamos, un diagnóstico sobre el uso y destino de los recursos disponibles a través de esos fideicomisos, pero se sabe que están en vías de extinción aproximadamente 350 de ellos. Y, en este caso, resulta muy aventurado afirmar que todos eran una fuga de dinero público sobre la base de un mal uso de los mismos. De nuevo, tampoco en este caso es correcto generalizar. 

Es cierto, además, que en las IES del país hace falta una buena dosis de autocrítica, así como algo más de esfuerzo y generosidad para no estar tan alejados de las problemáticas que a diario vive la población. Entre la pulsión inquisitoria de la burocracia, la arrogancia académica, la lucha fratricida en pos de zanahorias y la precariedad laboral, poco espacio nos queda para la reflexión pausada, la creación intelectual y el compromiso irrenunciable que deberíamos tener frente a los que con sus esfuerzos nos dan de comer y nos entregan sus conocimientos con generosidad.

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