Los equilibrios que nos faltan

Con mis mejores deseos para todos en esta noche buena.

Cuídense, el covid19 no es un mal sueño y todos debemos contribuir a despertar felices.

 

Es difícil imaginar que los gobiernos de la 4T, tanto en el plano federal como en el local, tengan la voluntad de al menos intentar cambiar el estado de cosas en el país, caracterizado por una inseguridad y violencia que parece no ceder aun con los cambios en los gobiernos. Se suma a este de por sí complejo panorama el deterioro de las condiciones materiales de existencia de amplios núcleos de la población que se manifiesta en desempleo, una pobreza inquietante y, en general, condiciones precarias en el empleo y una amplio segmento de actores económicos  que obtienen ingresos mediante actividades denominadas “informales”.

 

El presidente de la república no se cansa aún de repetir que nuestros problemas como país prácticamente se reducen al acendrado mal de la corrupción. Por eso, este gobierno ha decidido combatir ese mal casi como una cruzada para salvar al pueblo. No es incorrecto que eso se haga, pero se requiere cierto grado de temeridad como para pensar que con eso podremos solucionar todos los problemas que actualmente padecemos como país y albergar un mejor futuro.

 

Ciertamente, el retiro del Estado como impulsor no solamente de las actividades productivas sino, además, su papel protagónico en prácticamente todos los espacios de la vida social, política, cultural y económica del país, provocó drásticos cambios que afectaron a amplios segmentos de la población tanto por el lado del empleo y los bajos salarios, como por el deterioro y la escasez de inversiones en los servicios sociales (salud y educación, principalmente) que el Estado proveía.

 

Sin embargo, en honor a la verdad, no está mal tratar de erradicar la corrupción sobre todo en un medio donde el cohecho era el sistema, aunque resulta imprescindible reconocer que pasará más de un sexenio para que esto pueda ocasionar cambios que finalmente resulten benéficos a la sociedad. La sociedad debe estar consciente y, quienes así lo consideren, respaldar a este gobierno en esa lucha, pero no hay que esperar milagros frente a un problema difícil de revertir en el corto plazo. Todos los países del mundo experimentan ciertas dosis de corrupción en sus sistemas de gobierno, la diferencia estriba en la capacidad de sus instituciones de investigación e impartición de justicia y el equilibrio de los poderes que encarnan sus sistemas políticos.

 

En México, lo que hemos vivido en más de 200 años de vida independiente es el poder incontestable de hombres fuertes, caudillos y jefes políticos de todo tipo, que han actuado para bien y mucho para mal desde las más modestas alcaldías hasta la propia presidencia de la república. Aunque han cambiado un poco las cosas muy recientemente, escasamente tenemos un poder legislativo eficaz y profesional, y mucho menos un sistema de justicia que combata la impunidad. En ninguno de estos dos casos podemos decir que existe la autonomía suficiente como para contrarrestar sobre todo el avasallamiento del poder presidencial. Por lo tanto, se impone fortalecer ambas esferas para arribar a un escenario en que funcionen desde una lógica que permita un equilibrio entre poderes.

 

Y no puede haber equilibrio de poderes mientras en la práctica se imponga la voluntad de un alcalde, un gobernador o el presidente de la república. Tampoco habrá equilibrio si quienes pudiendo ejercer su autonomía no lo hagan por sumisión o debilidad.

 

Por otra parte, ahora más que nunca sí cuenta quienes son las personas que ocupan algún cargo público, no solamente por un asunto de probidad, como quiere el presidente, sino también por un tema de capacidades. El cambio que estamos experimentando puede ser positivo en la medida en que nos permite albergar al menos una suerte de circulación de cuadros administrativos en el gobierno en los niveles medios y altos. El gobierno debería funcionar mediante una burocracia weberiana, estable en los cargos independientemente del signo político que lo caracterice transitoriamente. Esto se ha intentado a través de la instauración de un servicio civil de carrera que permita el ingreso y la permanencia mediante reglas y resultados. Sin embargo, hasta ahora eso opera medianamente bien en algunas dependencias e instituciones del gobierno federal y es prácticamente inexistente a nivel subnacional, es decir, en estados y municipios del país.

 

Ahora bien, en el poder legislativo se han hecho tibios esfuerzos a fin de apuntalar la llamada carrera parlamentaria que permita subsanar el ciclo interminable de aprendizaje debido a la constante circulación de legisladores. Es cierto, sin embargo, que en la práctica ocurre que ciertos diputados, sobre todo a través de la vía plurinominal, pueden eventualmente permanecer de dos hasta más veces en el cargo, pero es preferible que esto ocurra mediante reglas claras y un marco institucional que estimule el buen desempeño. A ello apunta precisamente la reelección de legisladores, pero el control que ejerce la partidocracia sobre los cargos de representación opera en contra la eficacia y el profesionalismo que debería regir, mientras se privilegia la lealtad y el control que sobre los recursos ejercen las burocracias partidarias. En ese sentido, se quebranta la representación más genuina que los legisladores deben observar frente a sus electores, los ciudadanos que sufragan por ellos, puedes gracias al respaldo que estos otorgan mediante el voto es que aquellos pueden ocupar sus cargos. Los partidos, ciertamente, deben exigir a sus representantes congruencia y disciplina con las plataformas ideológicas que definen su razón de ser, pero nunca deben olvidar que sus militantes no solamente los representan a ellos sino, fundamentalmente, a los ciudadanos.

 

El poder judicial, por último, aunque también se han realizado cambios y se auguran otros nuevos, no es menos cierto que padece una situación paradójica que va de la obscenidad y la precariedad. En efecto, mientras los ministros de la suprema corte, los integrantes de los tribunales estatales y uno que otro fiscal, pueden llegar a obtener ingresos que resultan insultantes frente a la falta de recursos con que operan los Ministerios Públicos, por mencionar un caso extremo. Quizás sea este el poder que muestras más fragilidades no solamente por la carencia ostensible de recursos o la distribución desequilibrada del financiamiento público que reciben, sino porque se trata de instancias a las cuales los ciudadanos aprenden que la base de la solución de las controversias está en función de los recursos que inviertan y no en la demostración objetiva de hechos que sustentan algún tipo de responsabilidad (civil, administrativa, penal o de otro tipo). Si esto ocurre en faltas o acciones que vulneran algún tipo de norma de lo más intrascendente; el problema se complica aún más cuando se trata de delitos de mayor envergadura, como las que a menudo realizan redes criminales de diverso tipo. Es ahí, sobre todo, en donde este poder hace más evidente sus fragilidades y el estado de indefensión que a diario sufre el ciudadano común por estas razones. Por eso, ser presa del mercado de la justicia en nuestro país es la peor tragedia que pueda experimentar la ciudadanía; de ahí que sean las cárceles de nuestro país sean una mazmorra poblada de pobres y hacinados en las peores condiciones humanamente inimaginables.

 

Simplemente sirvan estas líneas para trazar una reflexión general sobre las grandes debilidades y los enormes retos que aún tenemos como país en estos temas. Desde luego, el panorama parece abrumador, sobre todo cuando se baja la escala del análisis, es decir, cuando se confrontan estos y otros problemas en los espacios locales. Soplan vientos de cambio y, no hay duda, ahora existe la voluntad política para llevarlos a cabo. No obstante, aunque quizás nuestro deseo sea que el día de mañana tengamos otro amanecer, más nos vale moderar nuestras expectativas para no vernos frustrados frente a las limitaciones y resistencias porque este gobierno no podrá sólo.

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