Fuerza militar estadounidense en la frontera con México

Frontera México-Estados Unidos. Foto: Cortesía

Llamativa ha sido la noticia, aparecida la semana pasada, del aumento de presencia militar estadounidense en la frontera con México. No diría que el número de efectivos, en concreto 1500, sea lo más destacable dados los kilómetros que tiene la frontera entre ambos países, sino lo que sobresale del hecho es la intervención del ejército en la labor de control de los emigrantes, tarea que tiene asignada la patrulla fronteriza de Estados Unidos.

A pesar de las restricciones impuestas durante la pandemia del Covid-19, y que el vecino país secundó a través del denominado “Título 42” que supuestamente controlaba la entrada de migrantes por motivos de salud pública, el flujo migratorio no ha cesado. Y lo mismo puede decirse con respecto a las deportaciones de muchos migrantes. Sin embargo, la llegada de estos militares se justifica, en buena medida, por la interrupción del mencionado “Título 42” a partir del día 11 de mayo.

Aunque los militares, se supone, no tienen tareas propias de otras dependencias estatales, parece que el tema migratorio sigue considerándose un problema de seguridad nacional; problema que se ubica, como resulta lógico en los Estados modernos, en sus fronteras territoriales. En este caso, la frontera entre México y Estados Unidos se vislumbra que verá aumentar todavía más el flujo de migrantes tras la derogación del “Título 42”.

Los estudios sobre migración han señalado desde hace años el crecimiento de la consideración de dicho fenómeno social, y a escala mundial, como un problema de seguridad nacional; incluso se le ha equiparado a problemas como el terrorismo internacional. De hecho, los ataques a las Torres Gemelas de Nueva York, y los atentados paralelos del mismo día, se han considerado como el inicio de esa etapa de “securatización” a distintos niveles de los Estados receptores de población originaria de fuera de sus fronteras. Un concepto que por supuesto también es discutido, no tanto por sus acciones sino por su origen, dado que se argumenta la existencia de controles y restricciones migratorias en países como Estados Unidos y México desde el siglo XIX.

Sin entrar en esos debates, solamente apuntados en alguna de sus vertientes en esta columna, lo que resulta evidente es que la migración sigue siendo un tema capital en las agendas de nuestros países. Agenda que, en el caso mexicano, le afecta tanto por ser parte de los países que envía a sus pobladores a Estados Unidos, como por convertirse en lugar de paso –aunque también de recepción- de emigrantes que deben pasar por nuestro territorio para lograr el sueño americano.

Con la instalación de los mal llamados centros para emigrantes en suelo del autoritario gobierno turco de Erdoğan, Europa ha pretendido eliminar el considerado problema migratorio. Un mirar hacia otro lado con el costo económico y el consentimiento de todos los atropellos efectuados por el mandatario turco. Situación similar que quiere replicar ahora Estados Unidos en dos países, Colombia y Guatemala, con la creación de otros tantos centros de atención y refugio de migrantes.

No parece que con tales medidas se solvente una realidad que en vez de disminuir aumenta con la coyuntura económica y política actual y que enlaza, por supuesto, con problemas estructurales de largo aliento. Tal vez sea el momento de abandonar las recurrentes políticas contra los flujos migratorios y pensar en soluciones integrales, aquellas que no parecen interesar a los países involucrados. No resulta fácil dejar de dar vueltas sobre el mismo círculo de razonamientos que tratan a los seres humanos como objetos; esos objetos que, contrariamente a las personas, pueden desplazarse con libertad por las políticas de libre comercio.

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